Es un escándalo que no te haya agradecido aún el barril anual de sidra, que siempre nos proporciona un placer excepcional.

LIBRERÍA ENCANTADA
163 Gissing Street, Brooklyn
30 de noviembre de 1918

Querido Andrew:
Es un escándalo que no te haya agradecido aún el barril anual de sidra, que siempre nos proporciona un placer excepcional. Este otoño me ha costado mucho poner en orden mis ideas, así que no he escrito ninguna carta. Como todo el mundo, no dejo de pensar en esta nueva y maravillosa paz que por fortuna ha regresado a nuestras vidas. Confío en que nuestros estadistas logren que sus decisiones redunden en beneficio de la humanidad. A veces creo que debería haber una conferencia de paz en la que participen sólo libreros, pues (te vas a reír) tengo la convicción de que la felicidad futura del mundo depende en no poca medida de los libreros y los bibliotecarios. Me pregunto cómo serán los libreros de Alemania.
He estado leyendo «La educación de Henry Adams» y ya me hubiera gustado que Adams viviera lo suficiente para darnos su opinión sobre esta guerra. Me temo en todo caso que se habría quedado estupefacto. Pensaba que éste no es un mundo «que las naturalezas sensibles y tímidas puedan mirar sin estremecerse.» ¿Qué habría dicho de estos cuatro años de horrores de los que hemos sido testigos con el corazón destrozado?
¿Recuerdas mi poema favorito, «El pórtico de la iglesia», de George Herbert? Hay una parte que dice: «Procura por todos los medios estar a solas en algunos momentos. / Date la bienvenida, mira el traje que más le conviene a tu espíritu, / atrévete a mirar tu propio pecho, pues es tuyo y de nadie más, / y al mirar ahí dentro separa el grano de la paja…». Bien, digamos que he estado separando el grano de la paja durante un buen tiempo. La melancolía, supongo, es el destino de las clases pensantes. Pero confieso que mi alma lleva un traje bastante incómodo estos días. El repentino y sorprendente vuelco de los asuntos humanos, de lejos el más dramático de nuestra historia, parece haber vuelto a la normalidad. Mi gran temor es que la humanidad olvide los atroces sufrimientos de la guerra, que hasta ahora no han sido narrados. Espero y rezo para que hombres como Philip Gibbs nos cuenten lo que realmente vieron.
Sin duda, no estarás de acuerdo conmigo en lo que voy a decirte, pues sé que eres un republicano empedernido, pero doy gracias a la suerte de que sea Wilson quien vaya a la Conferencia de Paz. He estado meditando mucho gracias a uno de mis libros favoritos, lo tengo aquí a mano mientras escribo, las Cartas y discursos de Cromwell, editado por Carlyle junto a lo que él mismo llama cómicamente «Elucidaciones» (¡lo cierto es que Carlyle no es muy bueno elucidando nada!). He oído en algún lugar que éste es también uno de los libros favoritos de Wilson: en efecto, hay mucho de Cromwell en él. ¡Con cuánto esfuerzo y persuasivo celo tomó la espada cuando al fin se vio forzado a hacerlo! He estado pensando que lo que él dirá en la Conferencia de Paz tendrá un fuerte aroma a lo que el viejo Oliver solía decir en el Parlamento en 1657 y 1658: «Si queremos una Paz sin carcoma alguna, pongamos los cimientos de la Justicia y la Corrección». Lo que hace que los incautos se irriten contra Wilson es que éste actúa exclusivamente a partir de la razón y no de la pasión. Wilson contradice los famosos versos de Kipling, que se aplican a casi todos los hombres: «Muy rara vez lleva con claridad la lógica de los hechos / hasta sus últimas consecuencias en un acto de perseverancia.»
En esta oportunidad, creo yo, la Razón saldrá victoriosa. Puedo sentir cómo las corrientes mundiales fluyen en esa dirección.
Resulta curioso pensar que el viejo Woodrow, una mezcla de Cromwell y Wordsworth, vaya a aportar su grano de arena entre esos acorazados diplomáticos. Lo que espero es que llegue el día en que Woodrow retome su vida privada y escriba un libro sobre ella.
He ahí un trabajo, si se quiere, para un hombre al que con justicia se podría considerar agotado en cuerpo y alma. Cuando ese libro vea la luz, voy a pasarme el resto de la vida vendiéndolo. ¡No pido nada más!
Hablando de Wordsworth, a menudo me pregunto si Woodrow no tendrá algunos poemas escondidos entre sus papeles. Siempre me he imaginado que escribe poesía a escondidas. Y, por cierto, no hace falta que te rías de mí por ser tan devoto de George Herbert. Por si no lo sabes, dos de las citas más populares de nuestra lengua han salido de su pluma, es decir: «¿Amén de comeros el pastel queréis yantároslo?». Y la otra: «Atreveos a ser francos: nada justifica una mentira; una falta, al requerirla tanto más, se torna así doble».
¡Discúlpame el tedioso sermón! He separado tanto grano de tanta paja este otoño que me encuentro en un curioso estado de melancolía y exaltación. Ya sabes que vivo en y para los libros. En fin, tengo una extraña intuición, una especie de premonición de que grandes libros verán la luz después de todo este maremágnum de esperanzas y angustias, quizás un libro donde el alma de la raza vapuleada por la tormenta hable como no lo ha hecho nunca. La Biblia, ya sabes, es más bien una decepción: nunca ha hecho por la humanidad lo que debería haber hecho. Me pregunto por qué. Walt Whitman sin duda hará una gran labor, pero no es exactamente a lo que me refiero. Hay algo a punto de ver la luz… ¡pero no sé el qué! Gracias a Dios que soy librero, traficante de sueños, belleza y curiosidades de la humanidad y no un simple mercachifle. ¡Aun así, cuán indefensos quedamos cuando tratamos de explicar lo que ocurre en nuestro interior! El otro día encontré una cita en las cartas de Lafcadio Hearn; he subrayado el pasaje para ti: «Hay un poema de Baudelaire muy conmovedor sobre un albatros que te gustaría mucho. En él se describe el alma del poeta que, soberbia en la libertad del cielo azul, queda sin embargo desamparada, mancillada, fea, torpe cuando intenta caminar sobre la tierra. O más bien, en la cubierta de un barco, donde los marineros la atormentan con sus pipas de tabaco, etcétera.»
Ya te imaginarás cómo paso las noches aquí entre mis libros, ahora que los días más cortos han llegado. Por supuesto, hasta las diez en punto, cuando cierro el negocio, no dejan de interrumpirme, como ha ocurrido mientras escribía esta carta: una vez para vender un ejemplar de Los bebés de Helen y otra para vender La balada de la cárcel de Reading, de modo que te podrás hacer una idea de lo variado que es el gusto de mis clientes. Pero después de las diez, una vez que hemos tomado una taza de chocolate y Helen se va a la cama, deambulo por el lugar, probando esto y aquello, perdido en mis especulaciones. Con cuánta claridad y brillantez fluye la corriente del espíritu a esas horas tardías, cuando todo el sedimento y los desperdicios flotantes del día han sido drenados. A veces me parece estar navegando por las mismísimas orillas de la Belleza o la Verdad, y creo escuchar el rugido de las olas en esas arenas resplandecientes. Pero entonces algún viento remoto hecho de cansancio y prejuicios me aparta de esa orilla. ¿Alguna vez te has topado con las Confesiones de un pequeño hombre, de Andréyev? Uno de los libros más honestos sobre la guerra. El hombrecito acaba sus confesiones así: «La furia me ha abandonado, mi tristeza ha vuelto y, una vez más, brotan las lágrimas. ¿A quién puedo maldecir, a quién juzgar, cuando todos somos por igual desafortunados? El sufrimiento es universal; las manos están estiradas las unas contra las otras y cuando se toquen… la solución llegará. Mi corazón está encendido, ofrezco mi mano y grito: ¡Venid, cojámonos de las manos! ¡Os amo, os amo a todos!».
Desde luego basta que uno se ponga en ese estado espiritual para que entre alguien a robarle… Supongo que uno debería aprender a ser lo suficientemente orgulloso para no darle importancia al hecho de que le roben.
¿Alguna vez se te ha ocurrido la posibilidad de que el mundo, en realidad, esté gobernado por los libros? ¡El destino de este país en la guerra, por ejemplo, en gran medida ha estado determinado por los libros que Wilson leyó desde que empezara a tener uso de razón! Sería muy interesante si pudiéramos hacer una lista de los principales libros que ha leído desde que comenzó la guerra.
Te envío esto que acabo de pegar en mi tablón de anuncios para que lo lean mis clientes. Fue escrito por Charles Sorley, un joven inglés que murió en Francia en 1915. Tenía sólo veinte años: «Para Alemania. Estás ciega como nosotros. Nadie preparó tu herida, / ningún hombre afirmó haber conquistado tus tierras. / Pero siendo los dos gusanos confinados a los campos del pensamiento / tropezamos y no nos comprendemos. / Tú divisaste tu futuro como un gigantesco plan / y nosotros, el sendero borrado de nuestro propio espíritu. / Y en nuestras formas predilectas nos enfrentamos, resoplamos, / nos odiamos. Y la lucha ciega, ciega lucha. / Cuando vuelva la paz, quizás veamos de nuevo / con nuevos ojos la forma verdadera del otro / y nos maravillemos. Más amables y cálidos, / estrecharemos nuestras manos con firmeza y nos reiremos / del viejo dolor. Pero hasta entonces, sólo la tormenta, / la oscuridad y el trueno y la lluvia.»
¿No es una muestra de nobleza? Ya podrás hacerte una idea de lo que busco al saltar con tanta torpeza de una cosa a la otra: una manera de concebir la guerra que la haga aparecer, a los ojos de las futuras generaciones, como una purificación para la humanidad y no como un mero episodio de oscuridad, hedor de cenizas y carne torturada y hombres reducidos a jirones en pantanos de sangre y aguas negras. De esa desolación inenarrable la humanidad debe extraer una concepción nueva de la hermandad de las naciones.
Oigo hablar mucho sobre el temor de que Alemania no sea lo suficientemente castigada por sus crímenes. ¿Pero cómo diseñar un castigo o imponerlo en medio de semejante panorama de dolor y pena? En mi opinión, Alemania ya se ha castigado a sí misma horriblemente y lo seguirá haciendo. Rezo cada día para que todo lo que hemos sufrido despierte en el mundo una conciencia sobre el carácter sagrado de la vida, de toda la vida, animal y humana. ¿No te parece que una simple visita al zoológico basta para admirar con humildad toda esa asombrosa y grotesca variedad de energía viviente?
¿Qué es lo que descubrimos en todas las formas de vida? Un deseo de algún tipo. Una cierta energía motriz inexplicable que impulsa incluso al más diminuto insecto durante su enrevesado vuelo. Seguramente habrás observado a la infinitesimal araña roja caminando a lo largo de una valla. ¿Por qué y adónde va? Quién sabe. Y cuando se trata del hombre, ¿qué caos de apetitos e impulsos le impide escapar de su ciclo de peculiares tareas? Y en cada corazón humano hay algo de tristeza, de frustración, el acecho de una punzada inminente. A menudo pienso en ese cuento de Lafcadio Hearn sobre su cocinero. Hearn estaba hablando de la costumbre japonesa de no demostrar las emociones en el rostro. Su cocinero era un joven sano, risueño y agradable cuyo rostro lucía siempre lleno de júbilo. Entonces un día, por azar, Hearn miró por un agujero en la pared y vio al cocinero a solas. Su rostro no era el mismo. Se veía enjuto y demacrado y tenía unas arrugas provocadas por una vida de sufrimientos y esfuerzos. «Cuando muera tendrá ese mismo aspecto», pensó. Luego fue a la cocina y de inmediato el cocinero cambió a su aspecto habitual, jovial y alegre. Hearn nunca volvió a ver aquel rostro atormentado, aunque sabía que el hombre adoptaba esa expresión cuando estaba a solas.
¿No crees que hay allí una especie de parábola para toda la raza humana? ¿Alguna vez, al conocer a un hombre, no te has preguntado qué tristezas oculta, qué contraste entre su aspecto y sus logros reales lo atormenta? ¿Detrás de todo rostro sonriente se oculta siempre una críptica mueca de dolor? Henry Adams lo dice con sencillez. Dice que el espíritu humano surge inesperada e inexplicablemente de un inimaginable y desconocido vacío. Él hace arder la mitad de su vida en el caos mental del sueño. Incluso estando despierto, es víctima de su propio desajuste, de la enfermedad, la edad, los estímulos externos, los impulsos de la naturaleza; duda de sus propias sensaciones y confía sólo en los instrumentos y los números. Después de unos sesenta años de criar sobresaltos, el espíritu despierta para hallarse con la mirada vacía ante el abismo de la muerte. Y como dice Adams, que el espíritu se muestre gratificado por este proceso es todo cuanto puede esperarse de las más elevadas reglas de la buena crianza. ¡Que el espíritu deba contentarse con eso probaría que la existencia del mismo es una mera idiotez!
Espero que me escribas para ponerme al tanto del curso de tus pensamientos. Por mi parte, creo que nos hallamos en la víspera de cosas maravillosas. Hace mucho tiempo descubrí que los libros son el único consuelo permanente. Los libros son el único logro imperecedero e irrefutable de la raza humana. Me entristece pensar que tendré que morir sin haber leído miles de libros que habrían podido proporcionarme una felicidad noble e inmaculada. Te contaré un secreto. Nunca he leído el Rey Lear, y me he abstenido de hacerlo a propósito. Si alguna vez llego a enfermar gravemente sólo tendré que decirme a mí mismo: «No puedes morirte todavía; aún no has leído el Rey Lear». Eso me haría sanar, sin duda alguna.
Ya ves, los libros son la respuesta a todas nuestras perplejidades. Henry Adams se mordía la lengua por su incapacidad de comprender el universo. Lo mejor que pudo hacer fue sugerir la existencia de una «ley de la aceleración», que parece querer decir que la Naturaleza empuja al hombre a un ritmo en constante crecimiento, de modo que éste acabe o bien resolviendo todos sus problemas o bien muriendo en el intento. Sin embargo, el candoroso retrato que nos proporciona Adams del espíritu que se debate indefenso contra sus propios enigmas resulta tan triunfalmente delicioso que uno tiende a olvidar la inutilidad de la lucha por la precisión de la imagen. El hombre es indomable porque puede hacer de su indefensión algo entretenido. Su lema parece ser «¡Aunque Dios me vigile, me burlaré de Él!».
Sí, los libros son el mayor triunfo del hombre, pues en ellos se reúnen y transmiten todos sus logros. Como ha escrito Walter de la Mare, «con cuánta incomprensión sonreiría un ángel del cielo al ver a un pobre ser humano imbuido en la lectura de una novela: inmóvil en su silla, los anteojos en la nariz, los dos pies tan juntos como los anillos de la cola de un tritón, sólo sus extraños ojos revolviéndose en el rostro erosionado por el tiempo.»
En fin, he estado garabateando esta carta desde hace un buen rato y todavía no te he dado ninguna noticia. Helen volvió el otro día de su viaje a Boston, donde se divirtió de lo lindo. Esta noche ha ido al cine con nuestra joven protegida, la señorita Titania Chapman, una adorable damisela a quien he aceptado como aprendiz de librera. Se trata de una idea un poco extraña, promovida por el padre de la chica, el señor Chapman, propietario de Chapman’s Daintybits, cuyos anuncios habrás visto por todas partes. He ahí un gran amante de los libros que desea ver cómo se transmite ese amor a su hija. Ya podrás imaginarte mi felicidad por tener a una neófita a quien predicarle mis conocimientos sobre los libros. Por otra parte, esto me permitirá salir un poco más de la tienda. Esta tarde me han llamado desde Filadelfia para invitarme a que vaya el lunes por la tarde como perito de una biblioteca privada que se pondrá a la venta. Me sentí muy halagado, pues no puedo imaginar quién les ha hablado de mí.
Perdona este parloteo largo e incoherente. ¿Qué te pareció Erewhon? Ya es casi hora de cerrar y debo revisar las cuentas del día.
Tuyo siempre,
ROGER MIFFLIN

Christopher Morley
La librería encantada

Roger y Helen Mifflin regentan La Librería Encantada, al que acuden, de un lado u otro de Nueva York, todo tipo de personajes singulares, incluidos jóvenes publicistas, farmacéuticos alemanes y guapísimas herederas. Parece que todo está en calma en esa librería encantadora (nunca mejor dicho) y en la placentera vida de estos personajes insólitos… pero no es así: nos encontramos justo al final de la Primera Guerra Mundial, en medio de una época convulsa, llena de avances técnicos, emociones contradictorias y mucho suspense.

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