Todas las
tardes, y cuando el sol comienza a caer, salgo al camino que pasa por delante
de las puertas del monasterio para aguardar al conductor de la correspondencia
que me trae los periódicos de Madrid. Frente al arco que da entrada al primer
recinto de la abadía, se extiende una larga alameda de chopos tan altos que,
cuando agita las ramas el viento de la tarde, sus copas se unen y forman una
inmensa bóveda de verdura. Por ambos lados del camino, y saltando y cayendo con
un murmullo apacible por entre las retorcidas raíces de los árboles, corren dos
arroyos de agua cristalina y transparente, fría como la hoja de una espada y
delgada como su filo. El terreno sobre el cual flotan las sombras de los
chopos, salpicadas de manchas inquietas y luminosas, está a trechos cubierto de
una yerba alta, espesa y finísima, entre la que nacen tantas margaritas
blancas, que semejan a primera vista esa lluvia de flores con que alfombran el
suelo los árboles frutales en los templados días de abril. En los ribazos, y
entre los zarzales y los juncos del arroyo; crecen las violetas silvestres,
que, aunque casi ocultas entre sus rastreras hojas, se anuncian a gran
distancia con su intenso perfume; y, por último, también cerca del agua y
formando como un segundo término, déjase ver por entre los huecos que quedan de
tronco a tronco una doble fila de nogales corpulentos con sus copas redondas,
compactas y oscuras.
Como a la mitad de
esta alameda deliciosa, y en un punto en que varios olmos dibujan un círculo
pequeño, enlazando entre sí sus espesas ramas, que recuerdan, al tocarse en la
altura, la cúpula de un santuario; sobre una escalinata formada de grandes
sillares de granito, por entre cuyas hendiduras nacen y se enroscan los tallos
y las flores trepadoras, se levanta gentil, artística y alta, casi como los
árboles, una cruz de mármol, que, merced a su color, es conocida en estas
cercanías por la Cruz negra de Veruela. Nada más hermosamente sombrío que este
lugar. Por un extremo del camino limita la vista el monasterio con sus arcos
ojivales, sus torres puntiagudas y sus muros almenados e imponentes; por el
otro, las ruinas de una pequeña ermita se levantan al pie de una eminencia
sembrada de tomillos y romeros en flor. Allí, sentado al pie de la cruz, y
teniendo en las manos un libro que casi nunca leo, y que muchas veces dejo
olvidado en las gradas de piedra, estoy una o dos y a veces hasta cuatro horas
aguardando el periódico. De cuando en cuando veo atravesar a lo lejos una de
esas figuras aisladas que se colocan en un paisaje para hacer sentir mejor la
soledad del sitio. Otras veces, exaltada la imaginación, creo distinguir
confusamente, sobre el fondo oscuro del follaje, a los monjes blancos que van y
vienen silenciosos alrededor de su abadía, o a una muchacha de la aldea que pasa
por ventura al pie de la cruz con un manojo de flores en el halda, se arrodilla
un momento y deja un lirio azul sobre los peldaños. Luego, un suspiro que se
confunde con el rumor de las hojas; después…, ¡qué sé yo!…, escenas sueltas de
no sé qué historia que yo he oído o que inventaré algún día; personajes
fantásticos, que, unos tras otros; van pasando ante mi vista, y de los cuales
cada uno me dice una palabra o me sugiere una idea: ideas y palabras que más
tarde germinarán en mi cerebro y acaso den fruto en el porvenir.
Gustavo Adolfo Bécquer. Cartas desde mi celda.
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