Imaginando, pues, esto, quiso
certificarse si las señas que de don Quijote traía venían bien, y, sacando del
seno un pergamino, topó con el que buscaba; y, poniéndosele a leer de espacio,
porque no era buen lector, a cada palabra que leía ponía los ojos en don
Quijote, y iba cotejando las señas del mandamiento con el rostro de don
Quijote, y halló que, sin duda alguna, era el que el mandamiento rezaba. Y,
apenas se hubo certificado, cuando, recogiendo su pergamino, en la izquierda
tomó el mandamiento, y con la derecha asió a don Quijote del cuello fuertemente,
que no le dejaba alentar, y a grandes voces decía:
—¡Favor a la Santa Hermandad!
Y, para que se vea que lo pido de veras, léase este mandamiento, donde se contiene
que se prenda a este salteador de caminos.
Tomó el mandamiento el cura, y
vio como era verdad cuanto el cuadrillero decía, y cómo convenía con las señas
con don Quijote; el cual, viéndose tratar mal de aquel villano malandrín,
puesta la cólera en su punto y crujiéndole los huesos de su cuerpo, como mejor
pudo él, asió al cuadrillero con entrambas manos de la garganta, que, a no ser
socorrido de sus compañeros, allí dejara la vida antes que don Quijote la
presa. El ventero, que por fuerza había de favorecer a los de su oficio, acudió
luego a dalle favor. La ventera, que vio de nuevo a su marido en pendencias, de
nuevo alzó la voz, cuyo tenor le llevaron luego Maritornes y su hija,
pidiendo favor al cielo y a los que allí estaban. Sancho dijo, viendo lo que
pasaba:
—¡Vive el Señor, que es verdad
cuanto mi amo dice de los encantos deste castillo, pues no es posible vivir una
hora con quietud en él!
Don Fernando despartió al
cuadrillero y a don Quijote, y, con gusto de entrambos, les desenclavijó las
manos, que el uno en el collar del sayo del uno, y el otro en la garganta del
otro, bien asidas tenían; pero no por esto cesaban los cuadrilleros de pedir su
preso, y que les ayudasen a dársele atado y entregado a toda su voluntad,
porque así convenía al servicio del rey y de la Santa Hermandad, de cuya parte
de nuevo les pedían socorro y favor para hacer aquella prisión de aquel robador
y salteador de sendas y de carreras. Reíase de oír decir estas razones don
Quijote; y, con mucho sosiego, dijo:
—Venid acá, gente soez y
malnacida: ¿saltear de caminos llamáis al dar libertad a los encadenados,
soltar los presos, acorrer a los miserables, alzar los caídos, remediar los
menesterosos? ¡Ah, gente infame, digna por vuestro bajo y vil entendimiento que
el cielo no os comunique el valor que se encierra en la caballería andante, ni
os dé a entender el pecado e ignorancia en que estáis en no reverenciar la
sombra, cuanto más la asistencia, de cualquier caballero andante! Venid acá,
ladrones en cuadrilla, que no cuadrilleros, salteadores de caminos con licencia
de la Santa Hermandad; decidme: ¿quién fue el ignorante que firmó mandamiento
de prisión contra un tal caballero como yo soy? ¿Quién el que ignoró que son
esentos de todo judicial fuero los caballeros andantes, y que su ley es su
espada; sus fueros, sus bríos; sus premáticas, su voluntad? ¿Quién fue el
mentecato, vuelvo a decir, que no sabe que no hay secutoria de hidalgo con
tantas preeminencias, ni esenciones, como la que adquiere un caballero andante
el día que se arma caballero y se entrega al duro ejercicio de la caballería?
¿Qué caballero andante pagó pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda forera,
portazgo ni barca? ¿Qué sastre le llevó hechura de vestido que le hiciese?
¿Qué castellano le acogió en su castillo que le hiciese pagar el escote? ¿Qué rey
no le asentó a su mesa? ¿Qué doncella no se le aficionó y se le entregó
rendida, a todo su talante y voluntad? Y, finalmente, ¿qué caballero andante ha
habido, hay ni habrá en el mundo, que no tenga bríos para dar él solo
cuatrocientos palos a cuatrocientos cuadrilleros que se le pongan delante?
En tanto que don Quijote esto
decía, estaba persuadiendo el cura a los cuadrilleros como don Quijote era
falto de juicio, como lo veían por sus obras y por sus palabras, y que no
tenían para qué llevar aquel negocio adelante, pues, aunque le prendiesen y llevasen,
luego le habían de dejar por loco; a lo que respondió el del mandamiento que a
él no tocaba juzgar de la locura de don Quijote, sino hacer lo que por su mayor le
era mandado, y que una vez preso, siquiera le soltasen trecientas.
—Con todo eso —dijo el cura—,
por esta vez no le habéis de llevar, ni aun él dejará llevarse, a lo que yo
entiendo.
En efeto, tanto les supo el
cura decir, y tantas locuras supo don Quijote hacer, que más locos fueran que
no él los cuadrilleros si no conocieran la falta de don Quijote; y así,
tuvieron por bien de apaciguarse, y aun de ser medianeros de hacer las paces
entre el barbero y Sancho Panza, que todavía asistían con gran rancor a su
pendencia. Finalmente, ellos, como miembros de justicia, mediaron la causa y
fueron árbitros della, de tal modo que ambas partes quedaron, si no del todo contentas,
a lo menos en algo satisfechas, porque se trocaron las albardas, y no las
cinchas y jáquimas; y en lo que tocaba a lo del yelmo de Mambrino, el cura, a
socapa y sin que don Quijote lo entendiese, le dio por la bacía ocho
reales, y el barbero le hizo una cédula del recibo y de no llamarse a engaño
por entonces, ni por siempre jamás amén.
De los capítulos XLV y XLVI de Don Quijote de la Mancha (Primera parte).
Miguel de Cervantes. Penguin Clásicos
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