EL CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN

EL CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN
Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje picaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie, así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.
—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ese era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado, guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras «cuento de Navidad» tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado—. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas en las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
—Fue en el verano del setenta y dos —dijo—. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
»Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podía haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o su abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?
»Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
»La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
»—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
»Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
»—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
»Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.
»Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.
»—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.
»No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así, y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.
»No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la comente.
»Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba, yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.
»—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo—. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
»Al cabo de un rato empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
»Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
»No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.
—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.
—Una sola —contestó—. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
—Probablemente había muerto.
—Sí, probablemente.
—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
—Supongo que sí. Nunca se me habla ocurrido pensarlo.
—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
—Le mentí, y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.
—Todo por el arte, ¿eh, Paul?
—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
—Y ahora tú tienes tu cuento de Navidad, ¿no?
—Sí —dije—. Supongo que sí.
Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.
—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos—. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
—Supongo que estoy en deuda contigo.
—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
—Excepto el almuerzo.
—Eso es. Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.

Paul Auster
Smoke & Blue in the face

Seducido por un relato de Paul Auster, el director de cine Wayne Wang lo convenció para que escribiera el guión de una película. El resultado, que combina la ascética elegancia de Wang y la inteligente imaginación del «más importante novelista de ideas de nuestros días» (Kirkus Review), es Smoke, premio especial del jurado y Oso de Plata en el festival de cine de Berlín. Protagonizada por Harvey Keitel y William Hurt, cuenta la historia de un novelista, un vendedor de cigarros y un adolescente negro que busca a su padre, en un entramado de destinos cruzados que acabarán por modificarse unos a otros de muy austeriana manera.
Pero Smoke, en un giro también muy propio de Auster, inspiró una segunda película, Blue in the face. Rodada en seis días, también con Harvey Keitel en el papel principal y apariciones de personajes tales como Roseanne, Lou Reed o Madonna, es una comedia absolutamente imprevisible y original, que constituye junto con Smoke un «himno a la gran república popular de Brooklyn».
El lector encontrará en este libro el relato que dio origen a toda la empresa, los guiones de las dos películas, una extensa entrevista con Paul Auster, y un fascinante «diario de rodaje», donde el novelista da cuenta de la excitante atmósfera que vivieron quienes colaboraron en estas auténticas fiestas de la palabra y la imagen.

Por fin, un cura rural

26. Por fin, un cura rural
Es el 30 de diciembre de 1944, recién terminada la segunda guerra mundial. Llega al aeropuerto de Orly desangelado, agotado, maltrecho, con una sotana estrecha y mal ajustada porque no es suya. Llega desgarbado y torpe en el andar y en los ademanes. Parece un campesino por sus modales.
Los franceses lo comparan en seguida con el elegante y aristocrático nuncio anterior, monseñor Valerio Valeri. Tiene un aspecto bonachón y sencillo por demás, comentan entre sí. Alguien del séquito oficial que ha salido a recibirle murmura al verle bajar del avión:
—¡Vaya!, por una vez, el Vaticano nos manda un cura rural.
Así, con esa impresión de cura rural y poco afinado, entró en París el que, con el tiempo, será el brillante nuncio del papa en la exquisita Francia.
27. Una pequeña alusión a la Providencia
Al poco de llegar a París, el cuerpo diplomático iba a ser recibido por el general De Gaulle.
Pensando en la posible tardanza del nuncio, habían encargado el discurso al embajador de la URSS, señor Bogomolov, segundo en antigüedad.
Al enterarse, el flamante nuncio marchó a visitar al embajador. No lo esperaba. Roncalli se excusó y le expuso el motivo de su visita: tener él el discurso, como le correspondía.
Rogó al embajador que le leyera el discurso que tenía preparado. Al terminar la lectura, exclamó todo entusiasmado:
—¡Dios mío, está perfecto! No tengo nada que añadirle, señor embajador. Bueno, sí, quizá una pequeña alusión a la Providencia, que me lo ha preparado.
Y siguió sonriente y más tranquilo:
—¿Le importaría, señor embajador, que lo leyera yo en su lugar por ser el decano y por la mayor edad?
A lo que gentilmente accedió el señor Bogomolov.
28. Veinticuatro obispos traidores
Al poco tiempo de su llegada a París, se le planteó un problema gravísimo: veinticuatro obispos católicos habían sido expedientados como traidores a Francia durante la Resistencia. Eran tachados de colaboracionistas con los nazis y amigos leales del mariscal Petain y de su gobierno de Vichy. La acusación era grave, pero con escasas pruebas.
El presidente de Francia es Bidault. Como al nuncio Roncalli le parecían pocos los informes de culpabilidad de los obispos, pide a la Resistencia con serenidad los gruesos dossieres y un tiempo suficiente para hacer por su cuenta un detallado estudio de los mismos.
Seis meses de duro trabajo a conciencia por parte del nuncio. Al cabo de los mismos pide audiencia a Bidault y, poco a poco, con finísima habilidad, va descartando ante el presidente nombres y nombres de obispos condenados. Al final, sólo expedientan a tres de ellos.
—Los demás —decía con gracia—, los coloco debajo del solideo y respondo de ellos.
Con su terquedad campesina, su exquisito tacto diplomático y su bondad con todos, lo había conseguido. No en vano los franceses le llamarán con el tiempo «el conciliador».
29. El fino oído de un nuncio
En Francia se hizo bien pronto famoso su fino oído de diplomático. Según él comentaba, no le servía de arma sino que era una cualidad natural y propia de su oficio.
Después de una recepción se acercó a uno de los invitados, con el que no había cruzado ni una sola palabra, para preguntarle a quemarropa:
—De modo que desea usted ir a verme a la nunciatura, ¿no es así?
—Y ¿cómo lo ha sabido su excelencia? —preguntó el aludido asombrado—. Así es, en efecto, deseo ir a su residencia. Pero su excelencia se hallaba en un extremo del salón hablando con un círculo compacto de personas… ¿Cómo se ha podido enterar de mi deseo?
Él respondió con naturalidad y con media sonrisa un tanto pícara:
—No, no hablaba con nadie del círculo, ni siquiera prestaba atención a lo que me decían porque eran cumplidos, como siempre. Estaba, en cambio, atento a lo que usted estaba comentando en el otro extremo del salón.
Vamos, que tenía siempre el oído alerta.
Su lema era el siguiente: «Entender mejor, olvidar mucho, corregir poco». Y siempre con la salida ocurrente y justa y su pizca de dulzura para no molestar a nadie.

Constantino Benito-Plaza
Juan XXIII - 200 anécdotas

Sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad, temor de Dios…
Que la consabida lista de los siete dones del Espíritu Santo queda incompleta sin el don de la alegría y el don del humor queda luminosamente patente en esta como “vida” de Juan XXIII.
Doscientas dosis supervitaminadas de oxígeno para seguir peregrinando.

el enfoque que le he dado hasta ahora a la novela es un fabuloso error

29 de diciembre, 1969
Veintinueve de diciembre. Mejor dicho, el treinta de madrugada. No he podido dormir. Son ahora exactamente las tres y treinta y siete minutos de la madrugada, estoy en el Family Room con la chimenea encendida, la luz apagada y levantada la persiana del ventanal. Fuera, está nevando. Sigue nevando. He pasado un buen rato de pie, con la frente apoyada en el cristal, mirando ese resplandor de la nieve, yo no sé si buscando en él una frialdad de mente (quiero decir, en la frialdad del cristal), una frialdad de mente que me era muy necesaria, porque desde que me acosté hasta que volví a levantarme, se había armado en mi cabeza una zarabanda de tres mil pares de demonios como si tuviera dentro un escuadrón de caballería que me recorriese las circunvoluciones del cerebro o algo parecido. Coño, como si en mi cerebro se estuviesen celebrando unas maniobras militares. Y, por debajo de todo eso, por debajo de todo eso lo que había era mi impotencia. Es curioso, porque hace tres o cuatro días, el día de Navidad… No, coño, no fue el día de Navidad. Vamos a ver: el día de Navidad fue la nevada; el veintiséis estuvimos bloqueados; el veintisiete también. ¡Fue ayer! Es decir, fue anteayer, el veintiocho, cuando logramos salir de casa e ir a comprar leche y pan y nos encontramos en el «Shopping Center» con Castagnino y Rosita; nos metimos en alguna parte a tomar algo, y entonces Castagnino me dio un baño de optimismo, porque resulta que el uno y el otro están entusiasmados leyendo Off-Side, que es lo que yo menos podía esperar. Entonces regresé a casa lleno de ánimos, me puse a leer lo escrito y se me cayeron los palos del sombrajo, es decir, el enfoque que le he dado hasta ahora a la novela es un fabuloso error, y he llegado a la conclusión de que la naturaleza de los materiales no permite una ordenación racional, entendiendo por racional una ordenación cronológica e incluso una regularidad causal. Esto es lo que me ha quitado el sueño, esto es lo que ha desencadenado los caballos en mi cabeza, esto es lo que me tiene ahora aquí mirando para el fuego y buscando en el fuego mi inspiración. En resumen: con la frente apoyada en el cristal he llegado a la conclusión de que mi estructura mental no sirve para contar esto, y que necesito que lo cuente otro, que lo cuente otro cuya cabeza le permita implantar en estos materiales el desorden que los materiales requieren, y ando alrededor de esto, ando dando vueltas porque, de todos los personajes que tengo puestos en pie, ¿quién es el que puede contar la novela? En un principio, Barallobre es el que sabe más cosas; pero si la novela la cuenta Barallobre necesito recurrir a otro narrador para que cuente la huida de Barallobre por el río abajo. Jesualdo Bendaña, que en cierto modo pudiera también contarla, está en una situación semejante: Bendaña es un hombre de mente clara y muy racional, de manera que no me queda más que Bastida. Yo pienso que, a pesar de todos los inconvenientes, es Bastida el único que puede contar esto. Yo creo que la fisonomía mental de Bastida le permite iniciar una narración en forma de fuga. El modelo que debe seguir es precisamente el modelo de la fuga, es decir, una reiteración de temas de una manera sistemática o aproximadamente sistemática. Esto tengo que estudiarlo. Esto tengo que estudiarlo, porque desbarata absolutamente todos mis supuestos y me obliga a una consideración nueva de los materiales, pero es la única solución que veo a los problemas del tiempo, por ejemplo. Esta distancia inmensa entre la llegada de Argimiro el Efesio y la destrucción de las factorías de pesca y la aparición de santa Lilaila. Es curioso, porque esto me obliga o me va a obligar a renunciar al procedimiento (?). Pero, claro, yo tengo algunos prejuicios, tengo algunos prejuicios que me están perjudicando: yo estoy convencido de que la realidad suficiente no se logra más que mediante una acumulación de detalles, una dilatación, yo creo que hay otros procedimientos. Tendría que pararme a narrar, eso que hago tan pocas veces, ese arte que no tengo nada trabajado. Yo no sé si lo sabré hacer. Bueno, claro, por ejemplo la introducción a El Señor Llega, y luego la introducción y los intermedios de La Pascua Triste, son narraciones. Realmente son narraciones, relatos, es decir, el modo del tratamiento temporal es completamente distinto del resto de la trilogía, y, claro, la ventaja que tiene el relato, es que lo puedes fragmentar y ordenar como te dé la gana. Realmente parece mentira que en una noche de nieve, caray, haya tanto ruido. Es que se oye mucho más, se oye mucho más que los otros días. Yo no sé si habrá pasado la máquina ya por la Avenida, porque me parecen demasiados coches. Se conoce que la gente que estaba bloqueada en las casas ha empezado a regresar y los que vienen de Nueva York a pasar el fin de año en sus chalets de montaña deben aprovechar este sosiego, porque la verdad es que nieva, pero nieva poco. ¡Qué bonita está la noche!
Bueno, hay que dejarse de contemplaciones. La noche está bonita y hay muchas otras noches bonitas.
Es decir, que en realidad yo tengo ensayada la narración. En Don Juan también hay partes muy narrativas, y posiblemente no me salga tan mal como al principio creí. Entonces, claro, la narración le abre a uno una cantidad de posibilidades de combinación, incluso de combinación de ritmos, que yo creo que va muy bien a esto, porque lo de Argimiro el Efesio no se puede contar de la misma manera, por ejemplo, que esta cosa que se me ha ocurrido el otro día y que todavía no tengo escrito nada, el Homenaje Tubular, el Homenaje Tubular. Pobre don Manuel Mas… ¿cómo se llama, coño? Don Manuel Murguía. El pobre don Manuel Murguía, cuya intemperancia sexual me sirve a mí para esa invención; pues tengo que hacer algún ensayo de esto, algún intento de esto; es decir, que Bastida diga «yo»; que escriba en primera persona y ver cómo me sale.
Estoy preocupado, por otra parte, porque no tengo noticias de mi madre, y estas viejas, allá solas, mi madre con su pierna enferma, con esa indiferencia hacia su propia salud. No sé, no sé qué va a pasar. Siempre ando temiendo que tenga que pegar un salto e irme repentinamente a España o, lo que es peor, que nos tengamos que ir todos.
No sé cómo estará el carrete, que es un carrete de media hora nada más. Aún hay para rato. Voy a ver cómo suena, a ver si ha salido bien.
Se oye con toda claridad, pero estaba demasiado abierto el volumen de entrada y la voz resulta un poco confusa. Bueno, ¿qué quiero decir?, ¿se oye con claridad y es confusa? No. La voz es un poco imperfecta, pero no es confusa. A estas horas, que es cuando tengo el espíritu más espabilado, me falla el sistema glósico o como se llame eso. Tendría que preguntarle a Monsieur Jakobson, a ver por qué, cuando quiero decir una palabra, digo otra. A ver si eso tiene que ver con la afasia famosa.
Bueno, podría, pues, hacer un ensayo construyendo de esa manera esa parte que he pensado. ¡No, coño, no! No. Eso no es así. No es así. Ya empiezo yo ahora a tener la cabeza confusa, además de la palabra. Claro, son las cuatro de la madrugada. Ha cesado de nevar, la chimenea se está extinguiendo y yo empiezo a tener hambre. Además de sueño. Hoy es lunes. ¿Es lunes hoy?, sí, porque pasado mañana es miércoles. No, si hoy es treinta, hoy es martes. Mañana, miércoles, es cuando tengo que ir a la Universidad. No. Estoy confundido. No sé en qué día vivo. ¡Qué más da! ¡Qué más da!

Gonzalo Torrente Ballester
Los cuadernos de un vate vago

En Los cuadernos de un vate vago Torrente da cuenta de cómo nacieron algunas de sus novelas. Entre 1961 y 1976, Torrente recogió gran parte de sus notas trabajo en cintas magnetofónicas. Al magnetófono le contaba sus problemas durante la escritura, le hablaba acerca de la gestación de varias de sus obras o de sus miedos y sus alegrías. A veces, incluso, le contaba al magnetófono la historia y luego la transcribía. En este volumen se recogen, tal cual se narraron y con la mínima corrección, este conjunto de soliloquios. Se trata de una obra de características inéditas en las letras españolas, y posiblemente universales, por la técnica empleada en ella; y en un texto de gran dimensión literaria: paso de la literatura oral a la literatura escrita, en una bellísima y contundente prosa.

De la TERCERA CARTA-RELACIÓN DE HERNÁN CORTÉS AL EMPERADOR CARLOS V. COYOACAN, 15 DE MAYO DE 1522

Dos días antes de Navidad, llegó el capitán con la gente de pie y de caballo que habían ido a las provincias de Cecatami y Xalazingo, y supe como algunos naturales de ellas habían peleado con ellos, y que al cabo, de ellos por voluntad, de ellos por fuerza, habían venido de paz, y trajéronme algunos señores de aquellas provincias, a los cuales, no embargante que eran muy dignos de culpa por su alzamiento y muertes de cristianos, y porque me prometieron que de ahí en adelante serían buenos y leales vasallos de su majestad, yo, en su real nombre, los perdoné y los envié a su tierra; y así se concluyó aquella jornada, en que vuestra majestad fue muy servido, así por la pacificación de los naturales de allí, como por la seguridad de los españoles que habían de ir y venir por las dichas provincias a la Villa de la Vera Cruz.
El segundo día de la dicha pascua de Navidad hice alarde en la dicha ciudad de Tascaltecal, y hallé cuarenta de caballo y quinientos cincuenta peones, los ochenta de ellos ballesteros y escopeteros, y ocho o nueve tiros de campo, con bien poca pólvora; e hice de los de caballo cuatro cuadrillas, de diez en diez cada una, y de los peones hice nueve capitanías, de a sesenta españoles cada una. Y a todos juntos en el dicho alarde les hablé, y dije que ya sabían cómo ellos y yo, por servir a vuestra sacra majestad, habíamos poblado en esta tierra, y que ya sabían todos los naturales de ella se habían dado por vasallos de vuestra majestad, como tales habían perseverado algún tiempo, recibiendo buenas obras de nosotros, y nosotros de ellos; y cómo sin causa ninguna todos los naturales de Culúa, que son los de la gran ciudad de Temixtitan y los de todas las otras provincias a ella sujetas, no solamente se habían rebelado contra vuestra majestad, mas aún nos habían muerto muchos hombres deudos y amigos nuestros, y nos habían echado fuera de toda su tierra. Y que se acordasen de cuántos peligros y trabajos habíamos pasado, y viesen cuántos convenía al servicio de Dios y de vuestra majestad tornar a recobrar lo perdido, pues para ello teníamos de nuestra parte justas causas y razones: lo uno, por pelear en aumento de nuestra fe y con gente bárbara, lo otro, por servir a vuestra majestad, y lo otro, por seguridad de nuestras vidas y porque en nuestra ayuda teníamos muchos de los naturales nuestros amigos, que eran causas potísimas para animar nuestros corazones; por tanto, les rogaba que se alegrasen y esforzasen, y que porque yo, en nombre de vuestra majestad, había hecho ciertas ordenanzas para la buena orden y cosas tocantes a la guerra, las cuales luego allí hice pregonar públicamente, y que también les rogaba que las guardasen y cumpliesen, porque de ello redundaría mucho servicio a Dios y a vuestra majestad. Y todos prometieron hacerlo y cumplirlo así, y que de muy buena gana querían morir por vuestra fe y por servicio de vuestra majestad, o tornar a recobrar lo perdido, y vengar tan gran traición como nos habían hecho los de Temixtitan y sus aliados. Y yo, en nombre de vuestra majestad, se lo agradecí; y así, con mucho placer, nos volvimos a nuestras posadas aquel día de alarde.
Otro día siguiente, que fue día de San Juan Evangelista, hice llamar a todos los señores de la provincia de Tascaltecal, y venidos, díjeles cómo ya sabían que yo me había de partir otro día para entrar por la tierra de nuestros enemigos, y que ya veían cómo la ciudad de Temixtitan no se podía ganar sin aquellos bergantines que allí se estaban haciendo, que les rogaba que a los maestros de ellos y a los otros españoles que allí dejaba les diesen lo que hubiesen menester y les hiciesen el buen tratamiento que siempre nos habían hecho, y que estuviesen aparejados para cuando yo, desde la ciudad de Tesuico, si Dios nos diese victoria, enviase por la ligazón y tablazón y otros aparejos de los dichos bergantines. Y ellos me prometieron que así lo harían, y que también querían ahora enviar gente de guerra conmigo, y que para cuando fuesen con los bergantines, todos ellos irían con cuanta gente tenían en su tierra, y que querían morir donde yo muriera, o vengarse de los de Culúa, sus capitales enemigos.
Y otro día, que fue 28 de diciembre, día de los Inocentes, partí con toda la gente puesta en orden, y fuimos a dormir a seis leguas de Tascaltecal, en una población que se dice Texmoluca, que es de la provincia de Guajocingo, los naturales de la cual han tenido siempre y tienen con nosotros la misma amistad y alianza que los naturales de Tascaltecal; y allí reposamos aquella noche.
En la otra relación, muy católico Señor, dije cómo había sabido que los de las provincias de México y Temixtitan aparejaban muchas armas, y hacían por toda su tierra muchas cavas y albarradas y fuerzas para resistirnos la entrada, porque ya ellos sabían que yo tenía voluntad de revolver sobre ellos. Y yo, sabiendo esto y cuán mañosos y ardides son en las cosas de la guerra, había muchas veces pensado por dónde podríamos entrar para tomarlos con algún descuido, y porque ellos sabían que nosotros teníamos noticia de tres caminos o entradas, por cada una de las cuales podíamos dar en su tierra, acordé de entrar por este de Texmoluca, porque como el puerto de él era más agro y fragoso que los de las otras entradas, tenía creído que por allí no teníamos mucha resistencia ni ellos estarían sobre aviso.
Y otro día siguiente después de los Inocentes, habiendo oído misa y encomendádonos a Dios, partimos de la dicha población de Texmoluca, y yo tomé la delantera con diez de caballo y sesenta peones ligeros y hombres diestros en la guerra; y comenzamos a seguir nuestro camino el puerto arriba con todo el orden y concierto que nos era posible, y fuimos a dormir a cuatro leguas de la dicha población, en lo alto del puerto, que era ya término de los de Culúa, y aunque hacía muchísimo frío en él, con la mucha leña que había nos remediamos aquella noche. Y otro día por la mañana, domingo, comenzamos a seguir nuestro camino por el llano del puerto, y envié cuatro de caballo y tres o cuatro peones para que descubriesen la tierra; y yendo nuestro camino, comenzamos a bajar el puerto, y yo mandé que los de caballo fuesen delante y luego los ballesteros y escopeteros; y así en su orden la otra gente, porque por muy descuidados que tomásemos los enemigos, bien teníamos por cierto que nos habían de salir al camino a recibir, por tenernos urdida alguna celada y otro ardid para ofendernos. Y como los cuatro de caballo y los cuatro peones siguieron su camino, halláronle cerrado de árboles y ramas, cortados y atravesados en él muy grandes y gruesos pinos y cipreses, que parecía que entonces se acababan de cortar, y creyendo que el camino adelante no estaría de aquella manera, procuraron seguir su camino, y cuanto más iban, más cerrado de pinos y de rama le hallaban, y como por todo el puerto iba muy espeso de árboles y matas grandes, y el camino hallaban con aquel estorbo, pasaban adelante con mucha dificultad; y viendo que el camino estaba de aquella manera, hubieron muy gran temor, y creían que tras cada árbol estaban los enemigos. Y como a causa de las grandes arboledas no se podían aprovechar de los caballos, cuanto más adelante iban, más el temor se les aumentaba.
Y ya que de esta manera habán andado gran rato, uno de los cuatro de caballo dijo a los otros: «Hermanos, no pasemos más adelante si os parece, que será bien, y volvamos a decir al capitán el estorbo que hallamos y el peligro grande en que todos venimos por no podernos aprovechar de los caballos; y si no, vamos adelante, que ofrecida tengo mi vida a la muerte tan bien como todos, hasta dar fin a esta jornada». Y los otros respondieron que bueno era su consejo, pero que no les parecía bien volver a mí hasta ver alguna gente de los enemigos, o saber qué tanto duraba aquel camino. Y comenzaron a pasar adelante, y como vieron que duraba mucho, detuviéronse, y con uno de los peones hiciéronme saber lo que habían visto. Y como yo traía la avanguarda con la gente de caballo, encomendándonos a Dios, seguimos por aquel mal camino adelante, y envié a decir a los de la retaguardia que se diesen mucha prisa y que no tuviesen temor, porque presto saldríamos a lo raso. Y como encontré a los cuatro de caballo, comenzamos a pasar adelante, aunque con harto estorbo y dificultad, y al cabo de media legua, plugo a Dios que bajamos a lo raso, y allí me reparé a esperar la gente, y llegados, díjeles a todos que diesen gracias a Nuestro Señor, pues nos había traído a salvo hasta allí, e donde comenzamos a ver todas las provincias de México y Temixtitan que están en las lagunas y en torno a ellas. Y aunque hubimos mucho placer en verlas, considerando el daño pasado que en ellas habíamos recibido, representósenos alguna tristeza por ello, y prometimos todos de nunca de ellas salir sin victoria, o dejar allí las vidas.
Y con esta determinación íbamos todos tan alegres como si fuéramos a cosa de mucho placer. Y como ya los enemigos nos sintieron, comenzaron de improviso a hacer muchas y grandes ahumadas por toda la tierra; y yo torné a rogar y encomendar mucho a los españoles que hiciesen como siempre habían hecho, y como se esperaba de sus personas, y que nadie no se desmandase, que fuesen con mucho concierto y orden por su camino. Ya los indios comenzaron a darnos grita de unas estancias y poblaciones pequeñas, apellidando a toda la tierra, para que se juntase gente y nos ofendiesen en unos puentes y malos pasos que por allí había. Pero nosotros nos dimos tanta prisa, que sin que tuviesen lugar de juntarse, ya estábamos abajo en todo lo llano. Yendo así, pusiéronse adelante en el camino, ciertos escuadrones de indios, y yo mandé a quince de caballo que rompiesen por ellos, y así fueron alanceando en ellos y mataron algunos, sin recibir ningún daño. Y comenzamos a seguir nuestro camino por la ciudad de Tesuico, que es una de las mayores y más hermosas que hay en todas estas partes. Y como la gente de pie venía algo cansada y se hacía tarde, dormimos en una población que se dice Coatepeque, que es sujeta a esta ciudad de Tesuico, y está de ella tres leguas, y hallárnosla despoblada. Aquella noche tuvimos pensamiento que, como esta ciudad y su provincia, que se dice Aculuacan, es muy grande y de tanta gente, que se puede bien creer que había en ella a la sazón más de ciento cincuenta mil hombres, que quisieran dar sobre nosotros, y yo con diez de caballo comencé la vela y ronda de la prima, e hice que toda la gente estuviese muy apercibida.
De la TERCERA CARTA-RELACIÓN DE HERNÁN CORTÉS AL EMPERADOR CARLOS V. COYOACAN, 15 DE MAYO DE 1522

Hernán Cortés
Cartas de relación
Crónicas de América 

La figura de Hernán Cortés y su gran empresa, la conquista de México, son acciones históricas envueltas, de raíz, en la polémica de su propia realidad. Esa polémica tiene tres puntos destacados: el de su contenido, que se refleja en la realidad de la época; el de su contraste con el mundo indígena mexicano y, sobre todo, en la diferencia de la respectiva identidad cultural; finalmente, la discusión historiográfica iniciada desde que Bernal Díaz del Castillo consideró oportuno y necesario escribir su Verdadera Historia —cuyo título ya suponía un considerable desafío respecto a la idea de la fama cortesiana— ante las opiniones expuestas en su obra por el historiador, y capellán de Cortés, López de Gomara.
Resultado de todo ello ha sido que, en la personalidad y la actuación histórica de Cortés, se ha destacado más lo accesorio que lo fundamental; en muchas ocasiones, se ha dado mayor realce a lo trivial que a lo verdaderamente decisivo.

Érase una vez...

Érase una vez…
Érase una vez, les contaban a los niños, un muchacho indio de diecisiete años que murió linchado y ahorcado de un gran roble a orillas del lago, a menos de un kilómetro de casa. El roble se llamaba Árbol del Ahorcado. Pero ya no existía…, lo habían talado hace muchos años.
—¿Por qué lo ahorcaron? —preguntaron los niños.
—Porque creían que había provocado un incendio. Un granero ardió en llamas y pensaron que lo habían hecho los indios.
—Pero ¿lo había hecho él?
—Tu tío abuelo Louis creía que no, aunque no estaba seguro.
—¿Y qué pasó después? ¿Qué les pasó a los indios?
Al muchacho lo mataron, luego arrastraron su cuerpo por todo el pueblo y terminaron en una taberna a orillas del río. Es probable que lo enterraran. En cuanto al resto de los indios…, huyeron, como hacían siempre. Sin embargo, al cabo del tiempo regresaron.
—¿No tenían miedo?
—Bueno…, el caso es que regresaron.
Fredericka le leía a su hermano en voz alta y acompañaba su lectura con bufidos de furiosa desesperanza, porque los hombres eran animales, la humanidad en su conjunto era irrecuperable y sólo la Palabra de Cristo podría redimirla. Una desapacible noche de enero leyó, a la luz de una lámpara, un fragmento de la obra de Franklin Relato de las últimas masacres de varios indios, amigos de esta provincia, cometidas por desconocidos del condado de Lancaster, con algunas observaciones sobre la cuestión, mientras Raphael la escuchaba inmóvil, sin tamborilear los dedos sobre el escritorio que tenía delante.
… Estos indios eran los que quedaban de la tribu de las Seis Naciones, establecida en Conestogo, de ahí su nombre indios conestogo. Cuando llegaron los primeros ingleses, los mensajeros de esta tribu se acercaron a darles la bienvenida con obsequios de venado, maíz y pieles. La tribu entera llegó a un acuerdo con el principal terrateniente, destinado a durar «hasta que el sol deje de brillar, o hasta que las aguas del río dejen de fluir».
El acuerdo se ha renovado con frecuencia desde entonces y la cadena se ha ido puliendo, como decían ellos, de tanto en tanto. Nunca se ha violado, ni por nuestra parte ni por la de ellos, hasta ahora…
Siempre hemos observado que la población de indios establecidos en la vecindad de los blancos no crece, sino que tiende a disminuir. De modo que esta tribu siguió disminuyendo hasta que en el pequeño poblado sólo quedaron veinte personas: siete hombres, cinco mujeres y ocho niños, entre varones y mujeres…
Esta pequeña comunidad continuó la costumbre, adquirida cuando eran más numerosos, de dirigirse a todos los nuevos gobernadores, y a todos los descendientes del primer propietario, para darles la bienvenida a la provincia… De modo que hicieron lo propio ante la llegada de nuestro gobernador actual; pero apenas tuvo lugar la bienvenida ocurrió la desafortunada catástrofe que relatamos a continuación:
El miércoles 14 de diciembre de 1763, llegaron cincuenta y siete hombres de alguno de nuestros municipios de frontera que habían planeado la destrucción de esta pequeña comunidad. Llegaron con buenos caballos, armados de arcabuces, sogas y hachas; viajaron toda la noche hasta llegar al poblado de Conestogo. Una vez allí rodearon la pequeña aldea de chozas y con las primeras luces del alba las arrasaron todas. Pero en las chozas sólo estaban tres hombres, dos mujeres y un niño. El resto estaba con los blancos de la zona, algunos vendiendo canastos, cepillos o vasijas que fabricaban y otros con otras misiones. ¡Abrieron fuego contra aquellas pobres criaturas indefensas y las acuchillaron y masacraron con el hacha! El buen Shehaus, entre otros, fue descuartizado en su propia cama. A todos les arrancaron la cabellera o los mutilaron de modo espeluznante. Después prendieron fuego a sus chozas y la mayoría se quemó con ellas. Acto seguido, satisfechos con su conducta y su valentía, aunque también furiosos por el hecho de que algunos de los pobres indios hubieran escapado a la masacre, se marcharon en pequeños grupos. … Sin embargo, aquellos hombres despiadados volvieron a organizarse y cuando supieron que los catorce indios supervivientes se hallaban refugiados en el asilo de Lancaster, aparecieron en esa ciudad el 27 de diciembre. Cincuenta de ellos, armados como la vez anterior, se apearon del caballo y fueron directamente al asilo, echaron abajo la puerta de entrada e irrumpieron con violencia; en sus rostros no había más que furia y saña. Al ver los pobres desdichados que no tenían manera de protegerse ni posibilidad alguna de huir, ni siquiera el arma más rudimentaria para defenderse, se separaron por familias, los niños aferrados a sus padres, y cayeron de rodillas declarando su inocencia, su amor por los ingleses, a quienes nunca en su vida habían hecho el menor daño. Y en esta postura les dieron muerte a hachazos… Hombres, mujeres y niños fueron inhumanamente asesinados a sangre fría…
La pobre mujer interrumpió la lectura, demasiado conmovida como para seguir. Tras una pausa de varios minutos le pidió a Raphael, con voz temblorosa, que se uniera a ella en sus plegarias, que se arrodillaran juntos en el despacho y suplicaran el perdón de Dios por sus pecados. La raza humana, susurró, chapotea hundida hasta las rodillas en sangre humana.
Raphael dejó escapar un suspiro, se quitó los quevedos y los puso en el escritorio, pero no se arrodilló. No se movió de la silla. Antes de que Fredericka pudiera repetir su petición, dijo:
—Esos indios murieron hace mucho tiempo.
Germaine, la esposa de Louis, que ya era una mujer de treinta y cuatro años, rostro rozagante, rubicundo y hermoso, y cabellos que se encrespaban con la humedad, solía leer, a su manera entrecortada (nunca había aprendido a leer bien), periódicos y revistas que llegaban a la casa, generalmente por medio de su suegro, que viajaba sin tregua. También leía siempre las cartas lacónicas que Harlan Bellefleur le enviaba a Louis, por si había en ellas algún pasaje no adecuado para los niños, o en todo caso para la quinceañera Arlette… Por ejemplo, en el territorio de Colorado, los soldados de la Unión bajo el mando del coronel J. M. Chivington atacaron un asentamiento de indios amistosos que acampaban fuera de las murallas de Fort Lyon, y asesinaron a seiscientos indios en un solo día, en su mayoría mujeres y niños. Los mutilaron y les arrancaron la cabellera: algunos les cortaron los genitales a mujeres y niñas para luego tensarlos en los arzones delanteros o lucirlos en sus sombreros mientras cabalgaban entre la tropa…
—¡Qué te parecería que Arlette leyera algo semejante! —exclamó Germaine a su marido. Sus mejillas regordetas y amplias estaban rojas como una remolacha; la boca no era más que un diminuta mueca húmeda de consternación—. ¡De eso no debería hablar! No es…, no son cosas agradables —susurró.
Un hermoso día de octubre, apareció por la zona occidental una flotilla de fragatas y barcos a vapor que venían a celebrar la inauguración del Gran Canal. El Gran Canal tenía una extensión de unos seiscientos cincuenta kilómetros y habían tardado ocho años en construirlo. Aquel día, en sus orillas aguardaba una multitud de alegres espectadores. Hubo una salva de cañonazos, se tiraron petardos, y en todas las aldeas y en todos los pueblos repicaron las campanas como si fuera un domingo enardecido.
El Chancellor Livingston, un barco a vapor, era el buque insignia de la escuadra y un navío por demás elegante, engalanado con banderas rojas, blancas y azules y con los más distinguidos pasajeros a bordo. Otro buque selecto era el Washington, con oficiales de la armada, del ejército y también civiles, todos ellos con sus respectivos invitados. Completaban la formación veintinueve buques de vela, goletas, corbetas, barcazas y veleros que eran saludados con salvas de cañonazos procedentes de todos los fuertes por los que pasaban. Una barcaza llamada El joven león del oeste, adornada con banderas y estandartes, llevaba a bordo, para delicia de los espectadores, dos águilas, cuatro mapaches, un cervato, un zorro y dos lobos vivos. El Jefe Séneca, una barcaza tirada por cuatro potentes caballos blancos, llevaba dos cervatos, un oso pardo, un alce joven, y dos jóvenes indios séneca ataviados con la ropa tradicional de su nación de tez morena.
Érase una vez, les contaban a los niños, una familia llamada Varrell.
—¿De dónde era esa familia tan numerosa?
—Se decía que se reproducían como conejos, o como pulgones.
Probablemente brotaron de la tierra, o quizá salieron arrastrándose del pantano del Noir. Los hombres eran tramperos, traficantes de indios, vendedores ambulantes, granjeros con parcelas pequeñas y un suelo lleno de maleza que no servía para nada… No, eran una verdadera escoria. Escoria blanca. Vivían en contubernio allá en el bosque y pegaban a sus mujeres y a los niños. Eran reconocidos bebedores, pendencieros y transgresores de la ley: robaban caballos, provocaban incendios, peleas de tabernas, cometían asesinatos, pero nunca se investigaban los delitos. (Si los Varrell asesinaban a personas de su calaña, o alguna otra, ¿para qué iban a intervenir las autoridades de las Chautauquas? Además, podía ser peligroso).
Los clientes se quejaban de que el licor que destilaban ilegalmente era de mala calidad, cuando no era puro veneno.
Reuben, Wallace y Myron Varrell estuvieron involucrados en el linchamiento del muchacho indio. Tenían cuarenta y seis, treinta y uno y veintidós años respectivamente. Pero en el poblado del lago Noir había más…, hubo quien calculó que eran unos veinticinco.
¿Cómo llegaron a ser tantos en apenas una o dos generaciones? Eran hombres de rostros chatos, con barba y cabello enmarañado, ojos del color de la niebla fría del pantano… Los delitos eran de dos tipos: subrepticios, a menudo nocturnos; o descarados y públicos, hasta con cierta superioridad moral y casi siempre con la ayuda de otros. Como es natural, algunos de los Varrell habían muerto en distintas reyertas y muchos fueron el blanco de atroces palizas (más de uno quedó lisiado: Louis Bellefleur había presenciado, desde la calle, una pelea de borrachos en medio de un banquete de boda que se celebraba en un hotel de Fort Hanna. Henry Varrell —el padre del joven Myron— terminó con la columna vertebral rota). También había varios que estaban presos en Powhatassie, pero en general lograban escapar sin detenciones posteriores; ningún testigo quería declarar contra ellos. Una de las muchachas Varrell se emparentó con la familia de un juez de paz de Bushkill’s Ferry y Wallace, aun con sus antecedentes penales (detenciones por altercados, incendios provocados y robos menores) llegó a ser ayudante del sheriff… Reuben, que en cierta ocasión osó pegar al caballo de Louis y después le gritó, borracho, que siguiera camino a casa, había trabajado en el Gran Canal y decían que estaba medio loco por un golpe de calor sufrido un día de agosto sofocante. Tanto él como su concubina fueron arrestados, pero nunca juzgados, por la muerte de un niño de diez meses desnutrido… De modo que Reuben tendría que haber estado preso cuando llevaron a cabo el linchamiento.
Pero ¿de dónde habían venido, tantos como eran, con esa manera de multiplicarse como conejos o pulgones? Parece que todos salieron de una sola mujer que solía vagar por las explotaciones madereras haciéndose pasar, sin ningún pudor, por cocinera. Vivía en el mismo barracón, con los hombres. Iba de campamento en campamento, de Paie-des-Sables a Contracoeur, del Mount Kittery a los vastos pinares que hay al este del Mount Chattaroy, temporada tras temporada, siempre acompañada por dos o tres indias, algunas mujeres blancas y una niña retrasada y muy gorda que, cuando no estaba comiendo o en manos de los hombres, estaba casi siempre chupándose el pulgar y gimoteando. De dónde había salido aquella panda de prostitutas enfermas, nadie lo sabía. Nadie sabía si la mujer Varrell (que las trataba a todas con severidad, pero también era considerada con ellas) se las había traído a las montañas, a las explotaciones madereras, o si se habían conocido allí por casualidad y decidido unir fuerzas por su propia seguridad. En cierta ocasión, la más joven y atractiva de las indias, siempre borracha de whisky de maíz, intentó apuñalar al capataz de Paie-des-Sables y a punto estuvo de conseguirlo de no ser porque los amigos del hombre la apartaron a tiempo; pero, en general, la mujer Varrell conseguía tener a sus chicas controladas. Era una mujer alta, de cuerpo fofo y buen carácter, con un rostro feo pero agradable y una nariz que parecía rota. Aunque tenía poco más de treinta años, con las piernas robustas llenas de varices, pero todos decían que de joven había sido muy atractiva…, al menos para los hombres de aquel rincón del mundo, que podían pasarse meses enteros sin ver a una mujer. Era malhablada, brusca, franca, divertida, y jamás lloraba. Ni se arrepentía de nada.
Tuvo un hijo, Reuben. Y luego otro. Y otro, y otro en el lapso de unos años. Abandonó las explotaciones madereras y se fue a vivir con un hombre; y luego con otro hombre, y después vagabundeó de pueblo en pueblo, viviendo con sus hijos donde se prestaran a acogerlos. Al final murió alcoholizada, aunque no era tan mayor; no habría cumplido los sesenta años. Pero las mujeres se agotaban rápidamente en aquella parte del mundo (Germaine, la esposa de Louis, creyó verla un día —esa horrenda criatura— orinando en la calle principal de Bushkill’s Ferry. ¡Qué visión! ¡Qué bochorno, para cualquiera que la viese! Germaine tiró del brazo de su hija Arlette y le ordenó que acelerara el paso sin mirar atrás, pero, como no podía ser de otro modo, la niña la miró con obstinación y hasta soltó unas risitas horrorizada).
Era de público conocimiento, ya antes del linchamiento, que los Varrell estaban resentidos con Jean-Pierre porque creían que los había estafado con unas tierras. (Jean-Pierre se las había comprado. Y las pagó al contado. No había sido mucho, pero tampoco ellos esperaban mucho. De hecho, quedaron agradecidos por la suma recibida). Lo envidiaban, como envidiaban a su hijo Louis y a cualquier vecino que tuviera un buen pasar…, cualquiera que no tuviera deudas o no estuviera pagando a duras penas dos hipotecas. Cuando parecía que algún Varrell iba a establecerse por su cuenta en la ciudad, como Silas con su participación en la posada del Antílope Blanco, el negocio quebraba invariablemente, o sufría algún incendio contra el que no estaba asegurado, o languidecía hasta morir sin que nadie tuviera la culpa. La joven que había emparentado con la familia del juez de paz no tardó en abandonar las montañas junto a su esposo para tomar posesión de una finca de Oregón y nunca más se supo de ella. De Myron, que había servido en la milicia estatal, se rumoreaba que había sido ascendido (era teniente primero, o capitán, o comandante), pero un día apareció de nuevo en casa, así sin más, de civil; lo habían dado de baja, tenía una pequeña cicatriz con forma de gusano en la mejilla derecha y una indemnización por cese de treinta y cinco dólares, y ninguna explicación. Trabajaba de vez en cuando como jornalero, a veces junto al muchacho indio Charles Xavier, que nunca le había caído bien. ¡Un indio con semejante nombre! ¡Y haciéndose pasar por católico converso…, no se le ocurría mayor ignominia! Era un insulto, pensaban los Varrell, que un blanco trabajara codo a codo con un onondaga mestizo.
Charles Xavier era de baja estatura para su edad y creían que tenía un leve retraso mental (era huérfano, lo habían abandonado al nacer. Lo hallaron envuelto en harapos una gélida mañana de marzo en una callejuela de Fort Hanna). Aunque los hombros y los brazos eran pequeños, lo cierto es que eran robustos y bien formados, y podía deslomarse muchas horas en los campos o en los huertos sin quejarse. Lo valoraba como peón, pero no siempre como persona, ni siquiera se ganaba la simpatía de las esposas de los granjeros, que lo compadecían por sistema (al fin y al cabo era huérfano, y cristiano), pero su barbilla puntiaguda, el ceño oscuro y siempre fruncido y su crónico silencio le dieron fama, posiblemente equivocada, de ser hostil hasta con los blancos más amistosos.
El día de la inauguración del Gran Canal, que corría unos kilómetros paralelo al río Nautauga, ancho y turbulento, cuando las campanas de las iglesias repicaban en aldeas y pueblos, y hubo petardos y fuegos artificiales y desde lo alto de las murallas de los viejos fuertes dispararon salvas de cañonazos, sucedió, y no por accidente, que un silo de maíz perteneciente a un granjero llamado Eakins que vivía a pocos metros de la vieja Carretera Militar se incendió. Todos los bomberos voluntarios habían acudido a la inauguración del canal, lejos de allí, de modo que el silo ardió con furia y las llamas se expandieron hasta un granero cercano del que tampoco quedó nada. Se culpó a los indios, porque Eakins había tenido problemas con una cuadrilla de trilladores, todos indios, que había contratado hacía poco, pero se vio obligado a despedir (empezaron con mucho entusiasmo, pero pronto se les agotó la energía y el interés); esos indios, esos indios en particular, habían desaparecido.
Después sucedió que un pajar del lejano lago Noir, perteneciente a un cuñado de Rabin, comerciante indio en tiempos, también se incendió e inmediatamente culparon a los indios. Charles Xavier, que en ese momento pasaba por la embarrada calle principal del pueblo, y a pesar de pertenecer, o casi pertenecer, a una tribu de indios «aliados» (aunque por desgracia era un grupo muy reducido, estos onondagas habían luchado en el bando local contra los ingleses en la guerra reciente) fue asediado por un grupo de hombres que lo llevaron hasta la posada del Antílope Blanco para interrogarlo sobre el incendio casi dos horas. Cuanto más aterrado estaba el muchacho, más excitados y furiosos se ponían sus interrogadores; cuanto más defendía, no sólo su inocencia, sino su absoluto desconocimiento del tema (el incendio no había sido muy grave, como reconocía todo el mundo) más etílicos y feroces se volvían los blancos. Allí estaban el viejo Rabin, Wallace, Myron y otros más, a los que pronto se sumó Reuben, que ya estaba borracho, además de dos o tres amigos suyos y algunos hombres que pasaban por ahí o que, enterados de la «detención» de Charles Xavier llegaron a todo correr. Y cuando ya iban a sacar al joven para ahorcarlo, llegó el mismísimo juez de paz, un hombre que aparentaba más edad de la que tenía, con un tic nervioso junto al ojo derecho. Se llamaba Wiley y como había llegado de Boston, hacía años, todos lo consideraban un hombre de ciudad y de cierta cultura, aunque los intereses que lo movilizaban en el lago Noir no eran muy distintos de los del resto de los habitantes masculinos del lugar, salvo en el grado de intensidad. Bebía, pero no aguantaba tanto como los demás; jugaba a las cartas, pero sin demasiada habilidad; había cortejado a una mujer que ya cortejaba Wallace desde la otra orilla, por así decir, y se vio obligado a apartarse. Se rumoreaba que aceptaba sobornos, pero probablemente no era el caso, por lo general; sencillamente se sentía intimidado por los acusados que comparecían ante él o por sus numerosos parientes. Un asesino podía ser enviado a Powhatassie, o incluso a la horca, pero era frecuente que los hombres que lo habían detenido, los testigos que habían declarado contra él y hasta el propio juez no sobrevivieran. De modo que si bien era cierto, como señalaba Louis Bellefleur, que Wiley era un cobarde, su cobardía no era del todo inexplicable…
Eran tiempos muy duros, les decían a los niños.
—Pero también apasionantes —respondían siempre.
(Sabían de antemano lo que seguía a continuación: el linchamiento y la incineración de Charles Xavier, la protesta pública indignada de su tío abuelo Louis, el «conflicto» de la vieja casa de troncos de Bushkill’s Ferry; la llegada de Harlan, el hermano de Louis, a lomos de una hermosa y altiva yegua costeña, un hermano que había desaparecido veinte años antes rumbo al oeste). ¿No era todo apasionante?, insistían los niños.
Cuando Louis se enteró de que los Varrell, Rabin y sus amigos estaban interrogando al pobre Charles Xavier y, evidentemente, arrancándole una confesión, ensilló su caballo y se dirigió de inmediato al pueblo, por más que Germaine se lo prohibiera (porque en seguida supo que el pobre mestizo estaba condenado…, las vidas de los indios no valían en las montañas, aunque tampoco mucho menos que las de los blancos) y que a su hija Arlette le diera una especie de pataleta nerviosa y echara a correr a su lado mientras él se alejaba en el viejo Bonaparte, pidiéndole a gritos que regresara. A los quince años Arlette ya le sacaba más de una cabeza a su madre y era casi tan ancha como ella de cintura y caderas, pero tenía los pechos pequeños y cuando vestía chaqueta, pantalones y botas de montar, parecía un hermano más. Tenía la cara redonda como la luna, con un bonito bronceado, y llevaba el cabello oscuro —crespo como el de su madre— lo más corto posible, aunque en aquellos tiempos no estaba de moda que las jovencitas llevaran el cabello corto. (Hasta su abuelo Jean-Pierre le hacía bromas al respecto y le protestaba a su madre: ¿no quería acaso ser una mujer?). Mientras su padre ensillaba al viejo semental, Arlette gritaba cosas inconexas…, no quería que se fuera, o quería acompañarlo…, ¿no podía al menos localizar a Jacob y a Bernard para que lo acompañaran? Pero Louis la apartó de un manotazo y no se molestó en contestarle. No soportaba a las mujeres histéricas. No podía ni oír a las mujeres histéricas.
Germaine, asomada a la ventana de delante, vio alejarse a su marido y vio a su hija de pie en el sendero, la pobre Arlette, tan desgarbada, ahí de pie entre los charcos, con la cabeza descubierta, levemente encorvada, retorciéndose los dedos. Debía de estar llorando, pero estaba de espaldas a la casa y Germaine no pudo confirmarlo.
De sus tres hijos, Arlette, la menor, era la más difícil: la llamaban «manojo de nervios». Toleraba las burlas de sus hermanos mayores y las bromas cariñosas y bienintencionadas de su abuelo; era evidente que amaba a su padre, aunque le hiciera pasar extrema vergüenza (era escandaloso y fanfarrón, por más que estuviera en el limitado espacio de la cocina un día de nieve, y bebía, por supuesto, y siempre discutía e incluso se peleaba a puñetazo limpio con otros hombres como él; y el curioso aspecto semiparalizado de su rostro —inmovilizado de un lado, por lo que nunca mostraba más de media sonrisa— era terriblemente embarazoso para ella). Aunque Arlette discutía con su madre, a veces con sarcasmo y otras con lloros, y desde los trece años parecía no poder soportar siquiera su mera presencia, Germaine era dada a pensar que eran cosas de la edad, ya se le pasaría: era una buena niña, no tenía mala intención, y en pocos años, quizá cuando se casara o tuviera su primer hijo, dejaría de ser tan nerviosa y llegaría a ser… una hija tierna, cariñosa y sensata.
(Pero mientras ese día llegaba, ¡qué difícil era! Menudo berrinche le había dado en el establo, o ya en el sendero, tironeando de la manga de su padre hasta conseguir que la empujara, gritándole con la cara roja y las pupilas dilatadas, como si tuviera derecho, un derecho inapelable, a comportarse de ese modo con su padre. Con frecuencia exclamaba indignada que se sentía avergonzada de su abuelo…, sí, había ganado mucho dinero y era famoso por ser el dueño de la mitad de la Nautauga Gazette —donde publicaba a menudo sus pensées sobre caballos— y todos lo respetaban, o al menos lo temían, pero no podía perdonarle que viviese con aquella india cuando estaba en la zona y que la hubiera llevado a casa —a la casa de todos ellos— varias veces, sin disculparse. No le perdonaba el favoritismo que tenía hacia sus nietos varones; aunque al mismo tiempo tampoco soportaba las atenciones propias de un abuelo, las bromas respecto a su figura o a su cabello, que algunos días parecía el de una «negrita». Era probable que admirara a sus hermanos, sobre todo a Jacob, que era el más parecido a su padre, pero se peleaban con frecuencia, como todos los hermanos, y en todo caso ni Jacob ni Bernard tenían mucho tiempo para ella. El que más la avergonzaba de todos era su tío Jedediah. No lo conocía, como es lógico, porque se había marchado a las montañas antes de que ella naciera, pero le encantaba preguntar por él, con altiva meticulosidad, a Germaine y a Louis. Siempre había anécdotas de Jedediah que se contaban en la escuela rural, o que Louis traía a casa y repetía entre divertido y desdeñoso, a menudo con detalles agregados: a veces habían visto a Jedediah como un fantasma, envuelto en pieles de animales, con barba larga y gris, rostro cadavérico y ojos «penetrantes». Era como un profeta salido del Antiguo Testamento. Otras veces decían que sencillamente estaba chiflado —no estaba en sus cabales, según se comentaba—, pero probablemente no estaba mucho más loco que la mayoría de los ermitaños de la montaña que ya eran leyendas locales. En otras ocasiones afirmaban haberlo visto río arriba, en Powhatassie o incluso en Vanderpoel, también envuelto en pieles —pero éstas eran pieles finas, visón, zorro o castor, confeccionadas para él por un experto peletero—, y a todas luces enriquecido por su comercio con las pieles, camino a convertirse en otro John Jacob Astor, tal vez: un hombre apuesto en la flor de la vida, casi siempre acompañado por una bella mujer, que no hacía más que mirar sin expresión ni reconocimiento alguno a los hombres desaliñados del lago Noir que lo veían pasar por la calle con el alma en vilo y no atinaban siquiera a llamarlo: ¡Bellefleur! ¿Tú no eres un Bellefleur?… Pero de pronto volvía a ser un excéntrico malhumorado y conflictivo que nunca había salido de la zona del Mount Blanc y a quien nadie —salvo Mack Henofer— había visto desde hacía años; él era seguramente quien saboteaba las trampas de caza, de modo que los tramperos evitaban su territorio. Era un loco delirante, o también podía ser un miserable; vivía con una india, o vivía solo en la ladera de una montaña que nadie podía cruzar. Subsistía a base de patatas. Comía mapaches o ardillas crudas. Estaba muy enfermo. Era alto y fuerte y gozaba de excelente salud… Pero lo cierto es que nadie lo veía desde hacía años, salvo Henofer, y ahora que Henofer estaba muerto —habían hallado su cuerpo en estado de descomposición, tirado en un barranco cercano a su cabaña, con la escopeta a su lado, uno de los cañones descargado—, lo más probable era que nadie volviera a ver a Jedediah nunca más. Hasta era posible que hubiera muerto).
A pesar de la desesperada intervención de Louis y la audacia con que gritó a aquellos hombres (no iba desarmado, nunca iba desarmado en público, pero sabía muy bien que no debía mostrar su pistola) diciéndoles que liberaran al muchacho indio, a pesar de la imprudente valentía de seguirlos a caballo hasta el límite del pueblo cuando ya era evidente que no sólo no iban a dejarse convencer por él o por sus amenazas sino que, por el contrario, su presencia los provocaba tanto como el terror de Charles Xavier o la comparecencia de testigos asustados y excitados, algunos de ellos mujeres y niños; y a pesar de que todos aquellos hombres (Rabin, los Varrell, tres o cuatro más y el pobre Wiley, sudoroso y con una mueca crispada en los labios, que intentaba conducir un «juicio» a caballo y hasta pretendía interrogar al muchacho ensangrentado y aturdido mientras lo arrastraba el caballo de Rabin, atado con una alambre de púas que le rodeaba el pecho por debajo de las axilas) iban a ser culpables de asesinato, asesinato en primer grado, como les gritó Louis; a pesar de todo aquello Charles Xavier estaba condenado, como supo su esposa sin necesidad de abandonar la cocina. Estaba condenado y farfullaba y sollozaba de terror, tan ajeno al intento de Louis Bellefleur de salvarlo, como al intento de Herbert Wiley de celebrar un juicio que de alguna manera quedó truncado. Los hombres, borrachos y exultantes y tan excitados que les temblaban las manos y del rabillo del ojo les brotaba una humedad visible, enroscaron la soga a una gruesa rama del roble y ajustaron el nudo en torno a la oscura cabeza de Charles Xavier, mientras Wiley, jadeando, pronunciaba el veredicto: ¡Culpable de todos los cargos! «Culpable de todos los cargos».
Había una fotografía en cierto libro del despacho de Raphael Bellefleur que los niños contemplaban en silencio, a veces metiéndose el dedo en la boca, porque ¿qué se podía decir? ¿Qué había que sentir? No era una fotografía que les gustara ver en compañía de otros niños, porque era demasiado embarazosa, les daba mucha vergüenza, y alguno podía soltar una carcajada tonta y asustada, y tal vez aparecía corriendo alguno de los adultos, o alguno de los sirvientes omnipresentes. De modo que la examinaban en secreto. Año tras año. Uno tras otro, en momentos señalados, entraban de puntillas en la biblioteca cuando nadie los veía, el rostro ruborizado. Hasta Yolande la había mirado espantada, antes de cerrar el libro a toda prisa y volver a ponerlo en su lugar del estante, en aquel lugar específico; hasta Christabel, y Bromwell (que debió de tenerla presente, o en el umbral de la mente, cuando decidió dejar de lado la crudeza de la historia para elegir la fría pureza del espacio), hasta el joven Raphael, que la miraba con su oscura y grave melancolía y parecía no juzgar, jamás el deseo de juzgar, nada humano. Y a su debido tiempo también la vio Germaine, uno de los hijos de la tía Aveline se la enseñó.
En la fotografía se veía con sorprendente nitidez un grupo de unos cuarenta y seis hombres rodeando, aunque a prudente distancia, el cuerpo en llamas de lo que había sido, según el título, un «joven negro». Todos los hombres eran blancos, por supuesto, con edades comprendidas entre los dieciséis y los sesenta años. Había un solo niño observando el cuerpo como si nunca hubiera visto algo tan asombroso, tan brillante. Algunos miraban el cuerpo en llamas (que estaba desnudo, era muy oscuro y las piernas quedaban semiocultas por maderas y desechos ardiendo), otros miraban a la cámara. La mayoría de las expresiones que se veían eran más bien serias, pero otras eran relajadas, por extraño que parezca, incluso aburridas, y otras francamente joviales. Un caballero en primer plano, a la izquierda, con una vistosa corbata a rayas y un paraguas, sonreía con orgullo a la cámara, levantando una mano a modo de saludo. El pie de fotografía decía: «Linchamiento de un negro joven. Blawenburg. Nueva York». No tenía fecha. No decía el nombre del fotógrafo. El linchamiento debió de ocurrir en invierno porque todos los hombres llevaban chaquetas o abrigos y sombreros…, todos iban con sombrero, sin excepción: sombreros de fieltro, gorras ferroviarias, gorras marineras, incluso lo que parecía ser un bombín, con la copa abollada. Ninguno llevaba gafas. Ninguno tenía barba. Era una imagen extraña. Pero si uno se detenía en ella lo bastante resultaba familiar. El cuerpo en llamas era un cuerpo en llamas, pero los hombres que lo rodeaban no eran más que hombres.

Joyce Carol Oates
Bellefleur

Entre el «realismo mágico» y la «novela gótica», Joyce Carol Oates compone una apasionante saga familiar que, en sus palabras, sería la «más difícil y cautivadora que he escrito».
El rico y notable clan de los Bellfleur vive en una enorme mansión en medio de una montañosa región a orillas del mítico Lago Noir. Poseen vastos terrenos, negocios rentables, dan empleo a sus vecinos e influyen en el gobierno. Un prolífico y excéntrico grupo que congrega a varios millonarios, un asesino en serie, un buscador espiritual que sube a las montañas para encontrar a Dios, un noctámbulo adinerado que muere por el rasguño de un pollo, una bebé, Germaine —la heroína de la novela—, y sus padres, Leah y Gideon son algunos de los personajes que pueblan ésta, una de las obras maestras de la aclamada autora.

Historia de una cortesana. LXXV

LXXV
El curso de los sucesos había cambiado en el espacio de un año.
Aquel insignificante Bonaparte de quien todo el mundo se burlaba, victorioso después de una campaña que se podía parangonar con los más brillantes hechos de armas de Alejandro, de Aníbal y de César, había sido calificado por el Directorio con el nombre de hombre providencial, y la República francesa le entregó una bandera en la cual aparecía escrito, en letras de oro:
El general Bonaparte ha destruido cinco ejércitos, triunfado en diez y ocho batallas y en sesenta y siete combates, ha hecho prisioneros de guerra a 160.000 soldados enemigos, enviado a Francia 160 banderas, 1.180 piezas de artillería, para enriquecer nuestros arsenales, 200 millones al Tesoro y 51 barcos de guerra; las obras maestras de arte para embellecer nuestras galerías y nuestros museos, preciosos manuscritos para nuestras bibliotecas; en fin, ha dado la libertad a diez y ocho pueblos.
Fácilmente se comprenderá el pesar que tales honores a nuestro enemigo producían a la corte de Nápoles, a sir Guillermo Hamilton y a mí; a mí, como amiga de la Reina, de cuyos odios y de cuyas simpatías participaba; a sir Guillermo, como embajador de Inglaterra.
La Reina fue acometida de un acceso de furor, como pocas veces vi en ella, el día en que el Gobierno de las Dos Sicilias se vio obligado a reconocer a la República cisalpina.
El tratado de Campo-Formio, firmado entre Francia y Austria, tenía grande importancia. Francia extendía, de un lado, sus fronteras hasta los Alpes, y del otro, hasta el Rhin; Austria perdía en territorio, pero ganaba en súbditos; la República cisalpina crecía, al paso que la de Venecia decaía y pasaba a ser propiedad del emperador.
La paz parecía asegurada; pero sir Guillermo se sonreía con su diplomática sonrisa, cuando le hablaban de la duración de esa paz.
—En tanto que Inglaterra esté en guerra —decía—, el mundo, y sobre todo Francia, no sabrá vivir en paz.
La Reina, que tampoco tomaba en serio dicha paz, aprovechó aquel transitorio sosiego para celebrar las bodas del príncipe heredero con la archiduquesa Clementina. Poco diré de ese Príncipe, que desempeñó un papel secundario durante mi permanencia en la corte de Nápoles, y nada de esa Princesa que no desempeñó ninguno.
El Príncipe tenía a la sazón veintiún años, y era un joven muy instruido. Puesta la mirada en Europa, no perdía uno solo de los detalles del gran drama histórico que se desarrollaba en su seno, y, sin embargo, al parecer, no veía nada; asustado de las violencias de su madre, procuraba mantenerse ajeno a las cuestiones que se presentaban, aunque fuesen de la mayor importancia para el trono de las Dos Sicilias, y por lo tanto, para él, que era su heredero. Lo mismo que el Rey, en medio de todos aquellos trastornos, parecía interesarle más una cacería en Astroni o en Persano que la caída y advenimiento de una república, parecía dedicar más atención a los descubrimientos de Mesmer, de Montgolfier y de Lavoisier, que al armisticio de Brescia o al tratado de Tolentino. Su madre le quería poco, y en la intimidad, decía de él que era tan estúpido como su padre.
El predilecto de María Carolina era el príncipe Leopoldo, que entonces tenía ocho o nueve años. Es verdad que era una criatura adorable, radiante de belleza, muy travieso e inteligente.
El otro Príncipe era un niño de seis años, de poca salud, llamado Alberto, que tuve el dolor, más adelante diré cómo, de ver morir en mis brazos.
Una escuadra napolitana fue a Trieste para buscar a la joven archiduquesa, y la condujo a Manfredonia, en donde la esperaba el príncipe Francisco, por más que las ceremonias del matrimonio debían llenarse en Foggia, o sea, a cinco o seis leguas del interior.
El Rey y la Reina acompañaron a su hijo; dicho está, que yo iba con ellos. Sir Guillermo Hamilton se había quedado en Nápoles.
Yo estaba ansiosa por ver a la novia, que, por lo demás, se decía que no valía gran cosa. Esa opinión habría sido acertada, si la inalterable palidez de su cutis y la profunda melancolía de su semblante no hubiesen dado a la fisonomía de la Princesa un gran interés. ¿De dónde procedían esa palidez y esa melancolía? Nadie lo supo jamás. Quizás de algún amor contrariado; quizás fuese ese signo fatal impreso en la fisonomía de los que están destinados a morir jóvenes.
El matrimonio se celebró en la segunda quincena del mes de junio, y con tal motivo se concedieron muchas gracias y favores. Acton, primer ministro, fue nombrado capitán general. Cuarenta y cuatro sillas episcopales fueron ocupadas por otros tantos nuevos obispos; con lo cual, el Rey hacía un verdadero sacrificio, porque, mientras estaban vacantes dichos cargos, él cobraba sus rentas. A los oficiales que en la guerra de Italia se habían declarado contra Francia, se les concedió grados y condecoraciones. En fin, a muchos habitantes de Foggia se les dio el título de marqués, en recompensa de los enormes gastos que habían hecho con ocasión de la boda del Príncipe heredero.
Quiero hablar del asesinato del general francés Duphot.
Lo contaré con algunos detalles, porque este incidente determinó la ocupación de Roma por los franceses, y, por consiguiente, la proclamación de la República romana.
Hoy día, que escribo lejos de los sucesos y singularmente de los odios de la época, espero poner en mi relato la imparcialidad de un historiador.
Después que se hubo autorizado a la Romanía para constituirse en república, se formó un partido republicano en Roma.
Ese partido se componía particularmente de artistas franceses, residentes en la ciudad, los cuales habrían creído faltar a sus deberes de patriotas si no hubiesen procurado por todos los medios hacer prosélitos a la causa del gobierno que representaban.
José Bonaparte, hermano de Napoleón Bonaparte, era embajador. La familia había progresado al arrimo poderoso del hombre providencial, como le llamaba el Directorio.
José Bonaparte, en el que, a la sazón, ni se adivinaba al futuro usurpador del trono de Nápoles, hacía todos los posibles para contener a los republicanos, diciendo que no era aún llegado el momento.
No obstante sus esfuerzos, el 26 de diciembre de 1797, advirtieron al embajador que se preparaba un movimiento; los despidió, suplicándoles que se opusiesen, si podían, a ese movimiento durante algunos días más.
Se retiraron, prometiendo dedicarse a ello.
Al día siguiente, el caballero de Azara, ministro de España, avisó personalmente a José Bonaparte la proyectada demostración.
En efecto, el 28 de diciembre, se verificó el motín. Acometidos por los dragones, fusilados por una compañía de infantería, los republicanos se refugiaron bajo los pórticos del palacio Corsini, que habitaba el embajador.
Como el suceso que siguió ha sido narrado de muchas diferentes maneras, me limitaré a transcribir aquí el parte oficial de José Bonaparte; de ese parte, nos fue remitida una copia, y de ella saco lo que se va a leer. El documento es desconocido, o poco menos, lo cual, a mi ver, le comunicará un cierto interés.
Tomo la narración del embajador en el punto que he interrumpido la mía:
… Un artista francés nos advirtió que la turba era numerosa y que había distinguido entre la multitud a algunos espías bien conocidos del Gobierno que gritaban más fuerte que los demás: «¡Viva el pueblo romano!, ¡viva la República!». Le encargué que bajase inmediatamente a dar a conocer mi voluntad a los amotinados. Los militares franceses que me rodeaban me pidieron permiso para disolver a los grupos por medio de la fuerza, lo cual demostraba su fidelidad; tomé las insignias de mis funciones y rogué a los oficiales que me siguiesen. Prefería hablar personalmente a los revoltosos, cuya lengua me era familiar.
Al salir de mi despacho, oímos una descarga cerrada; era un piquete de caballería que, entrando en mi jurisdicción sin advertírmelo, la había atravesado al galope y hecho fuego por los tres amplios pórticos del palacio. La multitud corrió entonces hacia los patios y escaleras. A mi paso, encontré moribundos, fugitivos acobardados, a gente pagada para excitar y denunciar el movimiento. Una compañía de fusileros siguió de cerca a los jinetes: la encontré que avanzaba por el vestíbulo. Al verme, se detuvo. Busqué con la vista al jefe; estaba oculto entre las filas, y no pude distinguirle. Pregunté a la tropa con qué orden entraban en la jurisdicción de Francia; les mandé retirarse, y se retiraron algunos pasos. Creyendo haber solucionado el asunto por ese lado, me dirigí hacia los amotinados que estaban refugiados en el interior de los patios. Algunos de ellos avanzaban ya contra las tropas, a medida que estas se alejaban; les dije con resuelto acento que el primero que se atreviera a pasar adelante, tendría que verse conmigo. Al mismo tiempo, el general Duphot, Scherlack, dos oficiales más y yo tiramos de la espada para contener a aquella turba indefensa, o cuando más, armada de alguna pistola y algún puñal.
Pero, mientras nosotros estábamos ocupados en aquel sitio, los fusileros, que no se habían retirado sino para ponerse fuera del alcance de las pistolas, hicieron una descarga cerrada. Algunas balas perdidas mataron a los hombres de las últimas filas. Los que nos encontrábamos en el centro, fuimos respetados. Luego, la compañía volvió a retirarse, para cargar de nuevo.
Aprovecho este momento; doy al coronel Beauharnais y al agregado militar Arrighi, encargo de contener a la turba, que estaba animada de diversos sentimientos, y me adelanto con el general Duphot y el ayudante Scherlack para resolver a sus jefes a cesar en el fuego; los intimó a retirarse de la jurisdicción de Francia, diciendo que el embajador se encargaría de hacer castigar a los amotinados, y que, si me obedecían, todo se arreglaría bien y sin efusión de sangre. El temerario Duphot se coloca, de un salto, entre las bayonetas de los soldados, a los que se esfuerza por tranquilizar. El general Scherlack y yo le seguimos instintivamente.
Arrastrado por la corriente, Duphot avanza hasta una puerta de la ciudad llamada Settimiana; veo un soldado que le dispara en pleno pecho; el herido cae, y vuelve a levantarse apoyándose en la espada. Le llamo, quiere venir a mi lado. Un segundo disparo le derriba; sobre su inanimado cuerpo se hacen más de cincuenta disparos. Scherlack me indica un camino que nos conduce a los jardines del palacio y nos pone a cubierto de los disparos de los asesinos de Duphot y de los de otra compañía que llegaba haciendo fuego del otro lado de la calle. Los dos oficiales, rechazados por esta segunda compañía, vienen a reunirse con nosotros; tenemos que afrontar un nuevo peligro: la nueva compañía podía entrar nuevamente en el palacio, a donde mi mujer y mi hermana, que al otro día debía contraer matrimonio con el bravo Duphot, habían sido transportadas por mis secretarios y dos jóvenes artistas.
Llegamos al palacio por el jardín; los patios estaban atestados de los cobardes iniciadores de esta escena horrible. Había allí unos veinte muertos, entre los cuales figuraban algunos ciudadanos pacíficos. Entro en palacio; los escalones están ensangrentados, los moribundos, los heridos lanzan gemidos. Se consigue cerrar las tres puertas de la fachada que mira a la calle. Los lamentos de la prometida de Duphot, de ese joven héroe que a la vanguardia de los ejércitos de los Pirineos y de Italia, había constantemente salido victorioso, asesinado indefenso por cobardes bandidos; la ausencia de su madre y de su hermano, que habían salido de palacio para ver los monumentos de Roma; el tiroteo que continuaba en las calles y contra las puertas del edificio; las principales habitaciones del vasto palacio Corsini que yo habitaba llenas de gentes cuyas intenciones yo ignoraba; estas circunstancias y otras muchas han comunicado a esta escena un carácter de crueldad inconcebible.
Mandé llamar a mis criados; tres se encontraban ausentes; uno estaba herido. Hice colocar las armas que nos habían servido para el viaje, en la parte del palacio ocupada por mí. Un sentimiento de orgullo nacional que no pude dominar inspiró a los jóvenes oficiales el plan de ir a levantar el cadáver de su infortunado general; llevaron a cabo su propósito con ayuda de algunos criados fieles, pasando por un camino extraviado y bajo el fuego de la soldadesca cobarde y desenfrenada.
Encontraron el cuerpo del general, que poco antes palpitaba con sublime heroísmo, acribillado, desnudo, cubierto de montones de piedras…
A las seis de la mañana, catorce horas después del asesinato del general Duphot, no había yo recibido aún la visita de ningún romano encargado por el gobierno de informarse del estado de cosas. Resolví pedir mis pasaportes y salir de Roma inmediatamente. Partí, en efecto, después de haber dejado asegurada la protección de los pocos franceses que quedan en los Estados romanos. El caballero Angliolini ha sido comisionado para librarles pasaportes para Toscana, en donde me encontrarán con los oficiales y los sirvientes que no me han abandonado en el peligro.
Al terminar este relato, creería injuriar a los republicanos si insistiese sobre la venganza que el Gobierno francés debe tomar de este Gobierno impío, voluntariamente asesino de los primeros embajadores que se ha dignado enviarle y de un general distinguido como un prodigio de valor en un ejército que cuenta tantos soldados como héroes.
Ciudadano ministro: pronto estaré en París, no bien haya puesto en orden los asuntos pendientes, y le daré informes acerca del Gobierno de Roma, y a conocer mi opinión referente al castigo que conviene imponerle.
Este gobierno no se contradice: astuto y temerario para realizar el crimen, cobarde y rastrero cuando lo ha perpetrado, a la hora presente está arrodillado ante de Azara suplicándole que venga a Florencia y me convenza a volver a Roma. Esto me escribe este generoso amigo de los franceses, digno de residir en un país que sepa mejor reconocer sus virtudes y su noble lealtad.
JOSÉ BONAPARTE.
Florencia, 30 de diciembre de 1797.

Alexandre Dumas
Historia de una cortesana

La protagonista de esta novela, lady Hamilton, narra su vida, poco antes de morir, al sacerdote que la asiste después de haber vivido romances con varios personajes de la alta sociedad inglesa, hasta caer en desgracia, abandonada y pobre. Gracias a su belleza llegó a convertirse en la favorita de la reina María Carolina de Nápoles donde conoció al almirante Nelson en 1793 con quien tuvo una hija.

Hoy sé por experiencia que componer un poema y cantar una canción no sólo es más bello, sino también infinitamente más sabio y valioso que ganar una batalla o donar un millón para la Cruz Roja.

A Hans Sturzenegger, Bel-Air, Schaffhausen
25 de diciembre de 1916
… En estos días el Dr. Bloesch me contó que lo vio en Zúrich y sentí de pronto un gran apego y me puse a pensar en usted, en sus cuadros, en la India y en Bel-Air, en el arte y la amistad y todas las demás cosas espléndidas de las que la guerra me privó.
Y entonces llegó como presente de Nochebuena su «Playa de Penang», portador de una nueva oleada de ese mundo maravilloso. Querido amigo, permítame expresar una vez más mi sincero agradecimiento por este exquisito y querido cuadro de la playa y por la deferencia de haber pensado en mí. Estimado Sturzenegger, en la actualidad se oye afirmar a algunos bárbaros que antes de la guerra habríamos vivido en medio de lujos y sensiblería y no sería sino en el presente cuando estaríamos descubriendo la vida real y los verdaderos sentimientos. Esto no puede ser más insensato y falaz. Hoy sé por experiencia que componer un poema y cantar una canción no sólo es más bello, sino también infinitamente más sabio y valioso que ganar una batalla o donar un millón para la Cruz Roja. Este mundo «organizado» de los políticos y los generales es nada, y aun el más loco de nuestros sueños de artista sigue siendo mucho más valioso. Crea en este pobre diablo de un poeta que desde hace catorce meses no vive sino en medio de negocios, política, explotación y organización.
Por esta razón, su cuadro ha sido recibido en este preciso momento por un corazón doblemente sensitivo y le estoy doblemente obligado y agradecido. ¡Ah, la playa de Penang, con sus lejanos archipiélagos y su multitud de bahías! Es bueno guardar en el recuerdo lo mejor de todo ello, porque de lo contrario enfermaríamos de nostalgia.
¡Venga alguna vez a Berna! Y cuando haya paz iré a visitarlo y lo espantaré mostrándole mis cuadros al pastel, pintados con mis propias manos. Como ya no tengo tiempo para componer y pensar, me he entregado a la pintura en mis ratos libres y por primera vez en casi cuarenta años he tomado entre los dedos carbones y colores. Yo no le haré competencia, pues no pinto la realidad de la naturaleza, sino sólo lo soñado…

Hermann Hesse
Cartas escogidas

«He escrito muchos millares de cartas, sin pensar en guardar copia de ellas. No fue sino a partir de 1927, en colaboración con mi mujer, cuando comenzamos a guardar ocasionalmente cartas cuyo contenido nos pareció relevante o en las cuales encontramos formulado con particular precisión un problema de interés general».
Así escribió Hermann Hesse en 1951, en el epílogo para la segunda edición alemana de este volumen. En el ínterin, a varios años de su muerte, se ha podido valorar la magnitud de su correspondencia. Hesse contestó más de treinta mil cartas. A partir de ese inmenso material de valor inapreciable se ha hecho la presente selección, iniciada por el propio Hermann Hesse. Contiene esencialmente las cartas en que el autor se pronuncia respecto de problemas de su época, las relaciones conflictivas entre el individuo y la sociedad, cuestiones de política, religión, arte y psicología. Cartas escogidas es, así, un documento fundamental para abarcar el pensamiento de Hermann Hesse e iluminarlo en la multitud de sus facetas.

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