LA CRISIS DE LAS MASCOTAS
El subempleo y el hacinamiento han llegado a las roscas de Reyes, al menos yo me saqué tres muñequitos (en total había seis). Nuestra endeble democracia convive con este nuevo sistema parlamentario: ahora hay que tener mayoría de muñecos. El Día de la Candelaria haré la fiesta a la que me compromete la bancada que me tocó en el pastel.
Pero el drama de la noche de Reyes no tuvo que ver con los muñecos sino con los sucesos que lo antecedieron. Todo empezó porque nuestra hija de cinco años entró en tratos directos con Santa Claus y pidió que trajera un perro del Polo Norte.
Uno de los grandes misterios de la vida contemporánea es que no todos los perros son gratis. Tengo un amigo que duerme con un Cocker Spaniel; para permitirle subir a la cama, el perro le exige una galleta. ¿Es posible pagar por una relación social de este tipo? Los perros muerden las pantuflas, se orinan en el hielo del vendedor de raspados, ladran desde cualquier azotea, nos acompañan con absoluta ubicuidad (dos millones de ellos recorren las calles de la ciudad de México). Comprar uno debería ser tan extravagante como alquilar un hijo. Y sin embargo los perros se venden.
Mi hija Inés y yo solemos leer un libro pequeño: Canes del mundo. Por ese medio supimos que las cruzas refuerzan y el pedigrí debilita. Pero de nada me sirvió elogiar el color amarillo de los perros callejeros. La sabiduría del libro pequeño no es apreciada por una familia que cree en los regalos y distingue a la gente tacaña.
Como al destino le gusta provocar, fui a una fiesta infantil en la que había seis cachorritos de Labrador. Los daban gratis a cambio de que uno los quisiera mucho. Sentí que recibía un telegrama del Polo Norte: Santa adelantaba su regalo. Luego recordé que ya habíamos pasado por el tema de las razas.
Escoger un perro es un test psicológico: eliges sus características en función de lo que estás dispuesto a hacer por él. Hace años tuvimos un Labrador capaz de morder focos. Cuando una amiga me dijo que no tenía internet porque su perro se había comido el cable, le pregunté si era Labrador. «¿Cómo supiste?», preguntó. Lo único que sé del reino animal es que los Labradores comen cables de internet. Resultaba conflictivo aceptar el cachorro de la fiesta.
No se ha estudiado lo suficiente qué le sucede al cerebro después de cuarenta años de ver dibujos animados. Mi generación creció sobreexpuesta a coyotes masoquistas y canarios que hablan demasiado. Esto debe producir trastornos en la percepción de la naturaleza. Tom es lo menos parecido a la sigilosa elegancia de un gato y Jerry en modo alguno se comporta como ratón. A veces las caricaturas son tan estilizadas que incluso resulta difícil saber a qué especie pertenecen. «¿Cómo se llama ese perro?», le pregunto a mi hija. «Ese perro es un conejo, papá», responde.
Mi amigo Alberto llevó esta confusión a un límite extremo. Enterado de nuestros predicamentos para conseguir mascota, decidió procurarnos una. «¡Estuve en La Marquesa!», exclamó por teléfono, como si eso fuera alentador.
Cuando Inés y yo llegamos a su casa, nos hizo subir a la azotea. Había convertido la jaula para colgar la ropa en la madriguera de un conejo tan grande que parecía haber recibido radiación nuclear. «¿Dónde está el perro?», pregunté. Alberto me vio como si todas las mascotas fueran lo mismo y yo no supiera que el gallo del subcomandante Marcos se llama Pingüino.
Inés le dio la razón: se encariñó de inmediato con el conejo y le puso Max. Tuve que recordarle a Alberto que mi esposa es bastante más joven que nosotros: aún no ha visto suficientes caricaturas para suponer que un conejo es un perro. «¿No te vas a llevar a Max?», preguntó, como si estuviéramos en un hospicio. Yo no le había exigido que fuera a La Marquesa a buscar animales; aun así, lo estaba ofendiendo. Le pedí unos días para aclarar mi mente. Él me vio como si yo necesitara meses.
Después de una serie de consideraciones que no aparecen en Canes del mundo, decidimos que lo nuestro eran los terriers. Así supe que Escocia produce cosas de gran pureza más caras que el whisky de veintiún años.
Especialista en animales sin hogar y hogares sin animal, mi madre llegó en nuestra ayuda: conocía a un criador que podía hacerle descuentos. Me mostró la foto de un ejemplar magnífico, un Highlander blanco, con la cola alzada como el cable de un trolebús. Luego dijo, con voz preocupada: «El descuento es de quinientos dólares.» No quise saber cuál era el precio.
Alberto habló diez veces y diez veces fui evasivo. Finalmente, el 23 de diciembre mi esposa puso en práctica una de las virtudes que más le admiro y que me pone los pelos de punta: el optimismo de la última hora. Salió a la calle segura de hallar algo estupendo. Poco tiempo después me llegó por internet la foto de un Fox Terrier. Mi esposa estaba en el criadero. Había que decidir en el acto. El Terrier tenía cara de buscar novia: había vivido demasiado. Nosotros queríamos ver crecer a un cachorro. Lo rechacé de mala manera. Llamé a Alberto y le dije que me interesaba el conejo. Diez minutos después habló mi esposa, exultante. Tenía un Schnauzer en las manos. Pronunció una cantidad que me pareció razonable por desesperación. Santa Claus existía, la vida cerraba un ciclo.
Le hablé de nuevo a Alberto. Lo invité a una rosca de Reyes: «Es en tu honor.» «Yo llevo los tamales», respondió. Esto fue antes de que le dijera que siempre no quería al conejo. En plan exigente, Alberto preguntó si de veras iba a haber atole de arroz con leche.
Quiso la mala suerte que los tamales fueran de carne deshebrada. Pensé en Max con terror. «¿No te gustan?», preguntó Alberto. La cena de reconciliación estaba a punto de convertirse en una ofensa añadida. Repetí tamal de carne para quedar bien. Luego me atreví a preguntar cómo estaba Max. «Engordando», dijo Alberto.
Llegó la rosca y me saqué tres muñecos. No podía rehuir mi responsabilidad. Invité a los presentes a la fiesta de la Candelaria. Vi al Schnauzer y recordé el tiempo inconcebible en que no quería tener perro.
Le dije a Alberto que se trajera al conejo.
Juan Villoro
¿Hay vida en la Tierra?
¿Hay vida en la Tierra? cuenta cien historias tan diversas como contundentes, cien relatos apoyados en una prosa adictiva. Juan Villoro analiza el extraño misterio de ser mexicano, se ocupa de la forma en que la tecnología modifica nuestras relaciones, desarrolla una teoría del mariachi, presencia una confesión del escritor japonés Kenzaburo Oé, conoce a dos tortugas en el campo de concentración de Dachau, abre una maleta que encierra el dolor del exilio republicano, enfrenta el desafío mayúsculo de pedir un capuchino y diseña un episodio de Los Simpson en el Distrito Federal. Hilarante catálogo de las paranoias, malentendidos, molestias e ilusiones que conforman la vida cotidiana, ¿Hay vida en la Tierra? traza un singular retrato de nuestra época. El registro de los sucesos transita con fluidez de lo culto a lo popular. Los afilados aforismos de este libro pueden venir de Nietzsche, una galleta china de la suerte, un gurú del kung-fu, un taxista extraviado, una niña de siete años o un peluquero deprimido. Imprescindible manual de primeros auxilios para entender la forma en que el presente se convierte en tradición, ¿Hay vida en la Tierra? revela secretos para cuidar amistades como peces dorados, llegar al destino con oportuno atraso y entender la despedida como un poema épico. Villoro, en una exhibición literaria de primer orden, logra que la indómita vida diaria adquiera sentido al ordenarse en una historia.
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