—¿Por qué —dijo al fin, repitiendo mi frase— «se le ocurrió la idea de ir a Jerusalén»? —Porque… porque… le vino en gana.

CAPÍTULO XXXI
Me llevo el número 1
Terminado nuestro año de luto, mi abuela comenzó a reponerse un poco de su dolor y a recibir de vez en cuando alguna visita, en especial de niños compañeros nuestros o de las amigas de mi hermana.
Con ocasión del cumpleaños de Liubotshka, el 13 de diciembre, vinieron antes de comer la princesa Kornakof con sus hijas, la señora Valakhine y Sonia, Rine Grapp y los dos menores de los Ivine.
A nuestros oídos llegaban las risas y el rumor de los invitados, sin que nos fuera permitido bajar a la reunión hasta haber terminado nuestras clases. En la tablilla colgada en la pared se leía: «Lunes, desde las dos a las tres, lección de Historia y Geografía». Por consiguiente, era preciso esperar al maestro de Historia, que debía tomarnos la lección y marcharse.
Eran ya las dos y cuarto y el maestro no venía, ni se lo veía por ninguna parte. Asomado a la ventana, me obstinaba en mirar a la calle con la más viva impaciencia, para ver si el preceptor aparecía por el extremo de la calle.
—Me parece que Lebedef no vendrá hoy —dijo Volodia, levantando la cabeza del libro en que estudiaba su lección.
—¡Dios lo quiera! ¡Dios lo quiera! ¡Yo no sé una palabra!… Vaya… ya viene… —añadí tristemente.
Volodia se levantó y se acercó a la ventana.
—No, no es él; es alguien desconocido —dijo—. Esperemos hasta las dos y media —propuso estirándose y rascándose la parte superior de la cabeza, según su costumbre al descansar por un momento de su trabajo—. Si a las dos y media no ha llegado, iremos a decírselo a Saint-Jérôme y cerraremos los libros.
—También él tendrá ganas de ir de paseo —asentí bostezando y agitando sobre mi cabeza el libro que sostenía con ambas manos.
Para matar el tiempo, abrí el libro por la página de la lección asignada y me puse a leer. Era larga y difícil; no sabía de ella más que las primeras palabras y comprendí que habría resultado imposible aprenderla, porque me hallaba en ese estado nervioso en que era incapaz de fijar el pensamiento en una cosa.
La clase de Historia había sido siempre un suplicio para mí.
El día anterior, precisamente, Lebedef se había quejado de mí a Saint-Jérôme y me había puesto como calificación un 2, que quería decir «malísimo». Saint-Jérôme me advirtió que si la próxima vez me ponían una nota inferior al 3, sería castigado severamente, y la «próxima vez» era hoy, y yo tenía un miedo de todos los diablos.
Me hallaba absorto en la lectura de aquella lección, cuando de pronto llegó a mis oídos un ruido en el recibidor, como de alguien que se quitaba los zapatos de caucho. Apenas tuve tiempo de levantar la cabeza y mirar a la puerta, por donde asomó la horrible cara picada de viruelas y la siniestra figura, que desgraciadamente me era tan conocida, del maestro de Historia, embutido en su levita azul de botones universitarios.
Colocó pausadamente el sombrero junto a la ventana y los libros sobre la mesa; tiró con ambas manos de la levita para que desaparecieran las arrugas (tenía urgente necesidad de un buen planchado), y se sentó con un resoplido.
—Vamos, señores —empezó, restregándose las manos de nudosos dedos—, repasemos, ante todo, lo explicado en la lección anterior, y después trataré de los acontecimientos de la Edad Media.
Esto quería decir sencillamente: «Recitadme la lección».
Mientras Volodia charlaba, yo, con la calma y la naturalidad de quien está seguro de sí mismo, salí al descansillo de la escalera, y no pudiendo avanzar, me entretuve en atisbar lo que pasaba más abajo. Apenas me había acomodado en mi acostumbrado observatorio detrás de la puerta, cuando Mimí (causa siempre de mis desgracias) cayó de improviso sobre mi retaguardia.
—¿Usted aquí? —exclamó mirándome severamente. Después se fijó en la habitación de la servidumbre y después de nuevo en mí.
Yo, que me sentía cogido en una doble falta por no estar en clase y por encontrarme en un sitio prohibido, no tuve el valor de responder, y bajando la cabeza manifesté el más sincero arrepentimiento.
—¡No, esto ya es demasiado! —gritó Mimí—. ¿Qué estaba usted haciendo ahí?
No respondí.
—No, esta vez no pasará, no señor —continuó, dando puñetazos en el pasamanos de la escalera—. Voy a decírselo todo a la condesa.
Serían las tres menos cinco minutos cuando entré en clase de nuevo. El profesor parecía no ocuparse de mí y seguía explicando la lección a Volodia. Concluidas las explicaciones, comenzó a reunir sus cuadernos y mi hermano fue a buscar no sé qué a la habitación contigua. Pensé con alegría que la lección se había acabado y que el profesor me había olvidado por completo, pero de pronto se volvió hacia mí y, con una sonrisa infernal, me dijo:
—Espero que sabrá perfectamente su lección. —Se restregó las manos.
—Sí —respondí.
—Bueno, hábleme de la Cruzada de San Luis —dijo meciéndose en la silla y mirándose la punta de las botas con aire pensativo—. Primero: las causas que obligaron al rey de Francia a tomar la cruz —diciendo esto, enarcó las cejas y señaló con el dedo el tintero—. Después, los rasgos característicos de esta cruzada —cerró la mano como si quisiera coger algo—. Finalmente, la influencia de esta cruzada en los Estados europeos en general —golpeó con sus cuadernos hacia la parte izquierda de la mesa— y sobre el reino de Francia en particular —y golpeó con los mismos hacia la parte derecha.
Tragué dos o tres veces saliva, tosí, incliné la cabeza hacia un lado y guardé silencio. Después cogí la pluma que estaba en la mesa y me puse a cortarla; siempre en silencio.
—Deme esa pluma —dijo el maestro extendiendo la mano—. ¿Para qué la quiere? ¡Vamos…!
—Luis… San Luis… era… era… un buen zar.
—¿Un… qué?
—Un buen zar. Se le ocurrió la idea de ir a Jerusalén y cedió las riendas del gobierno a su madre.
—¿Cómo se llamaba su madre?
—Be… be… lan…
—¿Cómo? ¡Belante!
Yo me eché a reir estúpidamente.
—¡Bueno! ¿No sabe usted nada más? —preguntó con ironía.
Ya no tenía nada que perder… Me aclaré la voz y solté todo lo que se me vino a la punta de la lengua.
El maestro, sin decir nada, tamborileaba con la pluma sobre la mesa, repitiendo con obstinación de vez en cuando: «¡Bien! ¡Muy bien!». Yo tenía plena conciencia de que no sabía nada y de que me iba enredando más y más y lamentaba que no me interrumpiese ni me corrigiese.
—¿Por qué —dijo al fin, repitiendo mi frase— «se le ocurrió la idea de ir a Jerusalén»?
—Porque… porque… le vino en gana.
Me embrollé del todo y, al fin, me quedé callado. Sentía que aquel terrible maestro me habría podido tener allí un año entero sin que me hubiera sido posible añadir a lo dicho una sola palabra.
Esperó tres minutos, al cabo de los cuales su cara adquirió una expresión de tristeza, y con voz afligida le dijo a Volodia, que entraba en aquel momento:
—Deme el cuaderno de las calificaciones.
Volodia le dio el cuaderno y puso el sello al lado. El maestro abrió el cuaderno, mojó la pluma, y con su hermosa letra le puso a Volodia un 5 en la columna de los «progresos» y otro 5 en la de la «conducta». Después, con la pluma suspendida sobre aquellas fatales columnas en que figuraban mis calificaciones, me miró y reflexionó. De pronto su mano hizo un movimiento imperceptible y apareció en la columna de mis «progresos» un magnífico 1 seguido de un punto; nuevo movimiento y otro 1 con su correspondiente punto apareció en la columna de «conducta».
Entonces el maestro cerró con mucho cuidado el cuaderno, se levantó y se dirigió hacia la puerta fingiendo no ver mi mirada suplicante, desesperada y llena de reproches.
—¡Miguel Larionitch! —lo llamé.
—No —respondió adivinando lo que yo iba a decir—. No es posible continuar así; no quiero robar el dinero que me pagan.
Se volvió a poner los zapatos y la capa y se abrigó cuidadosamente el cuello con la bufanda, como si después del horrible crimen que acababa de cometer su conciencia estuviese perfectamente tranquila. Aquella catástrofe que me anonadaba no suponía para él más que un leve rasgo de su pluma.
—¿Ha concluido la lección? —preguntó Saint-Jérôme al entrar poco después en la clase.
—Sí.
—¿Se ha ido contento el maestro?
—Sí —contestó Volodia.
—¿Qué calificación habéis tenido?
—Cinco.
—¿Y Nicolás?
No contesté.
—Creo que tiene un 4 —respondió Volodia.
Había comprendido que era preciso salvarme por el momento.
Sería castigado, sin duda, pero no aquella noche en que teníamos fiesta.
—Veamos, señores —Saint-Jérôme repetía «veamos» a cada tres palabras—: prepárense ustedes y bajemos al salón.

Lev Nikoláievich Tolstói
Memorias. Infancia. Adolescencia. Juventud

Escritas entre 1851 y 1857, estas memorias quedaron interrumpidas. Sin embargo, gracias a su excepcional capacidad de introspección, Tólstoi trasladó el relato de su vida a la de sus personajes. Su memoria vital permanecerá atrapada para la eternidad en la urdimbre de sus narraciones y nunca más, a pesar de haberlo considerado en su madurez, volverá a retomar el relato de su vida.
Estas memorias nos muestran la ternura del niño que contempla a su hermana menor golpeando con sus diminutas manos el piano, el vértigo adolescente que debe enfrentar su primer baile o el estupor de éste ante la pérdida de su madre.
«Un hombre tan apasionado de la verdad como Tólstoi no puede ser otra cosa que un apasionado autobiógrafo». Stefan Zweig

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