La aventura del carbunclo azul
Dos días después de Navidad pasé a visitar a mi amigo Sherlock Holmes con la intención de transmitirle las felicitaciones propias de esa época del año. Lo encontré tumbado en el sofá, con un batín rojo púrpura, el portapipas a su derecha y un montón de periódicos arrugados que evidentemente acababa de estudiar. A un lado del sofá había una silla de madera, y de una esquina de su respaldo colgaba un sombrero de fieltro raído, costroso y agrietado por varias partes. Una lupa y unas pinzas en el asiento indicaban que había colgado el sombrero de esta manera con el fin de examinarlo.
—Parece usted ocupado —dije—. No quisiera interrumpir.
—En absoluto. Me alegra tener un amigo con quien comentar mis indagaciones. El caso es de lo más trivial —explicó, señalando el sombrero con el pulgar—, pero guarda relación con algunos detalles que no carecen por completo de interés, incluso son instructivos.
Me acomodé en la butaca y calenté las manos en el fuego que chisporroteaba en la chimenea. Había helado esa mañana y una gruesa capa de escarcha cubría las ventanas.
—Supongo —señalé— que a pesar de su aspecto corriente ese sombrero está relacionado con algún suceso terrible… que es la pista que lo conducirá a la resolución de algún misterio y al castigo de algún delito.
—No. Nada de delitos —se rió Sherlock Holmes—. No es más que uno de esos incidentes caprichosos que suceden cuando cuatro millones de seres humanos viven apiñados en unos pocos kilómetros cuadrados. Entre las acciones y las reacciones de un enjambre humano tan numeroso, cabe esperar cualquier combinación de acontecimientos y pueden presentarse un sinfín de problemas menores que, sin ser delictivos, resultan sorprendentes y extraños. Ya hemos tenido experiencias similares.
—Tanto es así que tres de los seis últimos casos que he añadido a mis notas estaban enteramente libres de delito.
—En efecto. Se refiere usted al intento de recuperar los documentos de Irene Adler, al extraño caso de la señorita Mary Sutherland y a la aventura del hombre del labio leporino. Es indudable que este pequeño asunto se enmarcará en la misma categoría de sucesos inocentes. ¿Conoce usted a Peterson, el conserje?
—Sí.
—Es a él a quien pertenece este trofeo.
—Es su sombrero.
—No, no es suyo. Lo encontró. No sabemos quién es su dueño. Le ruego que lo observe no como un ajado bombín, sino como un problema intelectual. Lo primero es cómo ha llegado aquí. Llegó la mañana de Navidad, en compañía de un buen ganso que en este momento seguramente se estará asando en el horno de Peterson. Los hechos son los siguientes. Alrededor de las cuatro de la madrugada del día de Navidad, Peterson, que, como usted sabe, es un hombre muy honrado, volvía a casa de algún jolgorio por Tottenham Court Road. A la luz de una farola vio a un hombre alto que iba delante de él, tambaleándose ligeramente, con un ganso blanco cargado al hombro. Cuando el desconocido llegó a la esquina de Goodge Street, tuvo un altercado con un grupo de maleantes. Uno de ellos le quitó el sombrero; el desconocido levantó el bastón para defenderse y, al blandirlo por encima de la cabeza, rompió el escaparate de un comercio. Peterson había echado a correr para proteger al hombre de sus agresores, pero el individuo en cuestión se asustó al romper el escaparate y, al ver que un hombre de uniforme se acercaba corriendo hacia él, soltó el ganso, puso pies en polvorosa y desapareció por el laberinto de callejuelas que hay detrás de Tottenham Court Road. Los maleantes habían huido al ver a Peterson, con lo que éste quedó dueño del campo y también del botín, que consistía en este maltrecho sombrero y un irreprochable ganso de Navidad.
—Y sin duda quiso devolvérselos a su dueño.
—Ahí radica el problema, mi querido amigo. Es cierto que el ave llevaba atada en la pata izquierda una tarjeta que decía «Para la señora de Henry Baker» y es igualmente cierto que en el forro del sombrero se apreciaban las iniciales «H. B»., pero, como se da la circunstancia de que hay cientos de Baker y cientos de señoras de Henry Baker en esta ciudad nuestra, no es fácil restituir a ninguno de ellos un objeto perdido.
—Y ¿qué hizo entonces Peterson?
—Me trajo el sombrero y el ganso la mañana de Navidad, sabiendo que a mí me interesan los problemas más insignificantes. El ganso lo hemos tenido hasta esta misma mañana, cuando empezó a presentar síntomas de que, a pesar de la helada, más valía comérselo sin demoras innecesarias. Peterson se lo ha llevado para que cumpla su destino final, mientras que yo aún conservo el sombrero del caballero desconocido que perdió su cena navideña.
—¿No ha puesto ningún anuncio el agredido?
—No.
—En ese caso, ¿qué pistas tiene de su identidad?
—Únicamente las que podamos deducir.
—¿A partir de su sombrero?
—Exacto.
—¿Eso será una broma? ¿Qué podemos averiguar a partir de este sombrero viejo?
—Aquí tiene mi lupa. Ya conoce usted mis métodos. ¿Qué puede deducir sobre la personalidad del hombre que llevaba esta prenda tan ajada?
Cogí el maltrecho sombrero y le di un par de vueltas con lástima. Era un bombín negro, de lo más corriente y muy usado. El forro de seda, que en su día debió de ser rojo, estaba bastante deslucido. No llevaba impresa la marca del fabricante, pero sí las iniciales «H. B»., tal como señalaba Holmes, escritas a un lado. Tenía un ojal en el ala para pasar una goma elástica, pero la goma faltaba. Por lo demás, estaba agrietado, polvoriento y descolorido en algunas zonas, aunque se notaba que habían intentado disimular las manchas frotándolas con tinta.
—No veo nada —dije, devolviendo el sombrero a mi amigo.
—Todo lo contrario, Watson. Lo ve todo. Lo que ocurre es que no razona a partir de lo que ve. Es demasiado prudente a la hora de hacer deducciones.
—Dígame entonces, por favor, qué deduce a partir de este sombrero.
Lo cogió y lo observó con su característico gesto introspectivo.
—Quizá no sea tan sugerente como pudiera, pero de todos modos permite algunas deducciones muy claras y otras que al menos inclinan la balanza del lado de la probabilidad. A la vista del sombrero es obvio que su dueño es un individuo de elevada inteligencia y también que hace tres años gozaba de una buena posición, aunque ahora está pasando una mala racha. Era previsor, pero ya no lo es tanto. Esto apunta a una decadencia moral que, sumada a su declive económico, parece indicar que alguna influencia perniciosa, tal vez la bebida, se ha apoderado de él. Y también podría explicar el hecho evidente de que su mujer ha dejado de amarlo.
—¡Mi querido Holmes!
—No obstante, aún conserva cierto grado de dignidad —continuó, haciendo caso omiso de mi protesta—. Es un hombre que lleva una vida sedentaria: sale poco, está en mala forma física, es de mediana edad, tiene el pelo entrecano, se lo ha cortado hace pocos días y se pone fijador. Éstos son los hechos más patentes que pueden deducirse del sombrero. Y también, por cierto, es extremadamente improbable que disponga de instalación de gas en su casa.
—Me está usted tomando el pelo, Holmes.
—Ni muchísimo menos. ¿Es posible que ahora que le he expuesto mis conclusiones siga usted sin ver cómo he llegado a ellas?
—No cabe duda de que soy estúpido, y por tanto confieso que no soy capaz de seguir su razonamiento. Por ejemplo, ¿cómo dedujo que era un hombre inteligente?
Para responder a esta pregunta, Holmes se caló el sombrero. Le cubría la frente y se apoyaba en el puente de la nariz.
—Es cuestión de capacidad cúbica —explicó—. Un hombre con un cerebro tan grande tiene que tener algo dentro.
—Y ¿su declive económico?
—Este sombrero tiene tres años. Fue por aquel entonces cuando empezaron a llevarse las alas planas y curvadas en el borde. Es un sombrero de la mejor calidad. Fíjese en la cinta de seda y en la calidad del forro. Si hace tres años pudo permitirse un sombrero tan caro y no ha podido comprarse otro desde entonces, eso significa que su situación ha empeorado.
—Bueno, eso está claro, pero ¿qué me dice de la previsión y de la decadencia moral?
—Aquí tiene la previsión —dijo Sherlock Holmes, riéndose y tocando con el dedo el ojal para pasar la cinta elástica—. Los sombreros no se venden así. Que nuestro hombre encargara esta presilla denota cierta previsión, pues se tomó la molestia de adoptar esta precaución contra el viento. Ahora bien, como vemos que la goma se ha roto y no se ha molestado en sustituirla, es evidente que ya no es tan previsor como antes, y eso es una señal clara de que su carácter se está debilitando. Por otro lado, ha intentado disimular las manchas frotándolas con tinta, lo que indica que no ha perdido del todo la dignidad.
—Es un razonamiento verosímil.
—Los demás detalles, que es de mediana edad, tiene el pelo entrecano, se lo ha cortado recientemente y se pone fijador, pueden deducirse de una atenta observación de la parte inferior del forro. La lupa revela abundantes puntas de cabello, y el corte limpio hace pensar en las tijeras de un peluquero. Todas ellas están pegajosas, y huelen sin duda a fijador. El polvo, como puede observar, no es el polvo gris y arenoso de la calle, sino más bien pelusilla doméstica, lo que demuestra que lleva mucho tiempo colgado de un perchero, mientras que las huellas de humedad en el forro son una prueba fehaciente de que el dueño del sombrero transpira mucho y difícilmente está en buena forma física.
—¿Y su mujer? Ha dicho usted que había dejado de amarlo.
—Este sombrero lleva semanas sin cepillarse. El día en que lo vea a usted, mi querido Watson, con polvo de una semana en el sombrero, y su mujer le permita salir de casa en ese estado, temeré que también usted ha sufrido la desgracia de perder su cariño.
—Podría tratarse de un hombre soltero.
—No. Iba a casa con el ganso para hacer las paces con su mujer. Recuerde la tarjeta que el ave llevaba en la pata.
—Tiene usted respuesta para todo, pero ¿cómo diablos ha deducido que no cuenta con instalación de gas en casa?
—Una o dos manchas de sebo pueden ser casuales, pero si veo que no hay menos de cinco, concluyo que no cabe duda de que nuestro hombre está en frecuente contacto con el sebo de las velas: sube las escaleras, de noche, probablemente con el sombrero en una mano y una vela goteante en la otra. Sea como fuere, una lámpara de gas no produce manchas de sebo. ¿Satisfecho?
—Desde luego, es muy ingenioso —contesté, riéndome—, pero si como acaba usted de decir no se ha cometido ningún delito ni se ha causado más daño que la pérdida de un ganso, todo esto me parece una pérdida de tiempo.
Sherlock Holmes estaba a punto de responder cuando la puerta se abrió de golpe y Peterson, el conserje, entró en la sala con las mejillas encendidas y la expresión de un hombre perplejo.
—¡El ganso, señor Holmes! ¡El ganso, señor! —musitó.
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir? ¿Ha resucitado y ha salido volando por la ventana de la cocina? —preguntó Holmes, cambiando de postura para ver mejor el rostro del desconcertado Peterson.
—¡Mire, señor! ¡Mire lo que ha encontrado mi mujer en el buche del ganso! —Extendió la palma de la mano para mostrar una refulgente piedra azul, más pequeña que una habichuela, pero de tal pureza y resplandor que parpadeaba como una luz eléctrica en el hueco oscuro de la mano de Peterson.
Sherlock Holmes se levantó y lanzó un silbido:
—¡Por Júpiter, Peterson! Es un tesoro escondido. Supongo que sabe usted lo que tiene.
—¡Un diamante, señor! ¡Una piedra preciosa! Corta el cristal como si fuera arcilla.
—Es más que una piedra preciosa. Es «la» piedra preciosa.
—¡No será el carbunclo azul de la condesa de Morcar! —exclamé.
—Efectivamente. Debería reconocerla por el tamaño y la forma, porque últimamente he visto el anuncio en el Times a diario. Es una piedra totalmente única, de un valor incalculable, aunque la recompensa de mil libras que se ofrece por ella no equivale siquiera a la vigésima parte de su precio de mercado.
—¡Mil libras! ¡Dios Todopoderoso! —El conserje se desplomó en una silla y nos miró boquiabierto.
—Ésa es la recompensa, y tengo motivos para creer que en el fondo de este asunto hay razones sentimentales que podrían inducir a la condesa a desprenderse de la mitad de su fortuna con tal de recuperar la gema.
—Desapareció, si mal no recuerdo, en el hotel Cosmopolitan —señalé.
—Así es, el 22 de diciembre. Hace justo seis días. Se acusó a un fontanero, John Horner, de haberla sustraído del joyero de la condesa. Las pruebas en su contra eran tan contundentes que el caso ya ha pasado a los tribunales. Creo que por aquí tengo alguna crónica —dijo, revolviendo los periódicos y echando una ojeada a las fechas hasta que encontró uno, lo alisó y lo dobló por la mitad para leer el siguiente párrafo:
Robo de joyas en el hotel Cosmopolitan. John Horner, de veintiséis años y profesión fontanero, ha sido acusado, el día 22 del mes corriente, de sustraer del joyero de la condesa de Morcar la valiosa gema conocida como el carbunclo azul. El jefe de servicio del hotel, James Ryder, ha declarado que el día del robo acompañó a Horner a las habitaciones de la condesa de Morcar para que soldara el segundo barrote de la rejilla de la chimenea, que estaba suelto. Se quedó un rato con Horner, pero recibió un aviso y tuvo que ausentarse. A su regreso vio que Horner había desaparecido, la cerradura del secreter estaba forzada y el pequeño cofre marroquí en el que, según se supo más tarde, la condesa acostumbraba a guardar su joya, estaba vacío sobre el tocador. Ryder dio la voz de alarma al instante y Horner fue detenido esa misma noche, si bien no se encontró la piedra ni en sus bolsillos ni en su domicilio. Catherine Cusack, la doncella de la condesa, manifestó que, al oír el grito de consternación de Ryder tras descubrir el robo, corrió a la habitación contigua, donde se encontró con la situación descrita por el testigo anterior. El inspector Bradstreet, de la división B, reveló que Horner se resistió con desesperación en el momento de ser detenido y proclamó su inocencia categóricamente. Al tener constancia de que el acusado ya había sido condenado por robo con anterioridad, el juez se negó a considerar el caso como una simple falta y dio traslado de la causa al juzgado de lo penal. Horner, que a lo largo del proceso ha dado muestras de una intensa emoción, se desmayó en el momento de oír las conclusiones, y tuvieron que sacarlo de la sala.
»¡Ajá! Hasta aquí el informe policial —dijo Holmes, apartando el periódico con aire pensativo—. La cuestión que a nosotros nos interesa resolver es la secuencia de acontecimientos que van desde el robo de la alhaja, en un extremo, hasta el buche de un ganso en Tottenham Road en el otro. Ya ve usted, Watson, que nuestras pequeñas deducciones han cobrado de pronto un cariz mucho más importante y menos inocente. Aquí está la piedra; la piedra salió del ganso y el ganso lo tenía el señor Henry Baker, el caballero del sombrero viejo y las demás características con que ya le he aburrido. Tenemos que localizar a este caballero a toda costa y averiguar cuál es su papel en este pequeño misterio. Debemos proceder para ello de la manera más sencilla, y eso pasa en primera instancia por poner un anuncio en todos los periódicos vespertinos. Si no diera resultado, recurriré a otros métodos.
—¿Qué dirá en el anuncio?
—Deme un lápiz y ese trozo de papel. Veamos: «Encontrados ganso y sombrero negro en la esquina de Goodge Street. El señor Henry Baker puede recuperarlos presentándose esta tarde, a las seis y media, en el 221B de Baker Street». Así queda claro y conciso.
—Por supuesto, pero ¿lo verá él?
—Bueno, seguro que está atento a los periódicos, porque se trata de una pérdida cuantiosa para un hombre pobre. Es evidente que al romper el escaparate sin querer y ver a Peterson se asustó, y no se le ocurrió nada más que huir, aunque seguro que no ha dejado de lamentar el impulso que lo llevó a desprenderse del ave. Además, al incluir su nombre en el anuncio, hay más posibilidades de que lo vea, pues todo el que lo conozca se lo hará notar. Aquí lo tiene, Peterson. Vaya enseguida a la agencia de publicidad y pida que publiquen este anuncio en los periódicos de la tarde.
—¿En cuáles, señor?
—Pues en el Globe, el Star, el Pall Mall, el St. Jame’s, el Evening News, el Standard, el Echo y cualquier otro que se le ocurra.
—Muy bien, señor. ¿Y la piedra?
—Yo me encargaré de guardarla. Gracias. Y, una cosa, Peterson. Compre un ganso cuando vuelva y déjelo aquí conmigo, porque necesitamos uno para dárselo a ese caballero en el lugar del que su familia está ahora devorando.
Cuando el conserje se retiró, Holmes cogió la piedra y la observó a contraluz.
—Es una maravilla —dijo—. ¡Mire qué brillos y qué destellos! Claro que también es un imán para el delito. Como todas las piedras preciosas. Son el cebo del diablo. En las más grandes y antiguas, cada faceta equivale a un crimen sangriento. Esta piedra aún no ha cumplido los veinte años. Se encontró en las orillas del río Amoy, en el sur de China, y es tan singular porque presenta todas las características del carbunclo, con la salvedad de que tiene un tinte azulado en lugar de rojo rubí. A pesar de su juventud, ya cuenta con un historial sangriento. Se han cometido dos homicidios, un ataque con vitriolo, un suicidio y varios robos por culpa de este carbón cristalizado de nueve quilates. ¿Quién se imaginaría que un juguete tan hermoso es un proveedor de carne para el patíbulo y la prisión? Lo guardaré ahora mismo en mi caja fuerte y escribiré unas líneas a la condesa para decirle que lo hemos encontrado.
—¿Cree usted que ese tal Horner es inocente?
—No lo sé.
—¿Sospecha entonces que el otro, Henry Baker, tiene algo que ver en el asunto?
—Me parece mucho más probable que Henry Baker sea del todo inocente, que no tuviera la menor idea de que el ave que llevaba a casa valía mucho más que su peso en oro. No obstante, eso podré confirmarlo con una prueba muy sencilla si recibimos respuesta a nuestro anuncio.
—Y ¿hasta entonces no se puede hacer nada?
—Nada.
—En ese caso, proseguiré mi ronda profesional y volveré esta tarde a la hora señalada. Me gustaría presenciar la solución de este caso tan embrollado.
—Encantado. Ceno a las siete. Creo que hoy tenemos becada. Por cierto, a la vista de los últimos acontecimientos, quizá deba pedirle a la señora Hudson que le examine el buche.
Me entretuve con un paciente, y eran más de las seis y media cuando regresé a Baker Street. Al acercarme a la casa vi a un hombre alto, con boina escocesa y el abrigo abotonado hasta la barbilla, esperando junto al brillante semicírculo de luz que proyectaba el tragaluz desde el dintel de la entrada. Justo cuando yo llegaba a la puerta, ésta se abrió, y nos acompañaron a la sala de Holmes.
—El señor Henry Baker, supongo —dijo mi amigo, incorporándose de la butaca y saludando a su visitante con esa espontánea cordialidad que tan fácil le resultaba adoptar—. Por favor, siéntese al lado del fuego, señor Baker. Es una noche muy fría, y veo que su circulación se adapta mejor al verano que al invierno. ¡Ah, Watson, llega usted puntual!
—¿Es suyo este sombrero, señor Baker?
—Sí, señor. No cabe duda.
Era un hombre corpulento y cargado de hombros, con la cabeza voluminosa y un rostro amplio e inteligente, rematado por una perilla de color castaño entrecano. Un tinte rojo en la nariz y las mejillas y un ligero temblor en la mano tendida me hicieron evocar la suposición de Holmes acerca de sus hábitos. Llevaba un abrigo negro y raído, con el cuello levantado, y de las mangas asomaban unas muñecas delgadas, sin rastro de puños o de camisa. Hablaba despacio, con voz entrecortada, escogiendo con cuidado las palabras, y daba en general la impresión de ser un hombre culto e instruido, maltratado por la fortuna.
—Hemos guardado estas cosas unos días —explicó Holmes—, porque esperábamos que pusiera usted un anuncio para dar sus señas. No entiendo que no lo haya hecho.
El caballero se rió con gesto avergonzado.
—No dispongo de tantos chelines como en otros tiempos —dijo—. Y estaba seguro de que la pandilla de maleantes que me atacó se llevó mi sombrero y el ganso. No quería gastar más dinero en el vano intento de recuperarlos.
—Es muy comprensible. Por cierto, ya que habla usted del ganso, nos vimos obligados a comérnoslo.
—¡A comérselo! —Nuestro visitante se alteró tanto que casi llegó a levantarse del asiento.
—Pues sí, nadie habría podido aprovecharlo. Supongo, sin embargo, que ese otro ganso que está sobre el aparador es más o menos del mismo peso y está completamente fresco, de manera que le servirá igual de bien para sus propósitos.
—¡Desde luego, desde luego! —contestó el señor Baker, con un suspiro de alivio.
—Por supuesto, aún conservamos las plumas, las patas y el buche de su ave, así que si lo desea…
El caballero se echó a reír de buena gana.
—Podrían servirme como reliquias de la aventura —dijo—, pero aparte de eso, no veo qué utilidad pueden tener los disjecta membra de mi difunto amigo. No, señor, creo que, con su permiso, limitaré mis atenciones a esa excelente ave que veo en el aparador.
Sherlock Holmes me miró fijamente, con un ligero encogimiento de hombros.
—Pues ahí tiene entonces su sombrero y su ave —dijo—. Por cierto, ¿tendría inconveniente en decirme dónde compró ese ganso? Soy aficionado a las aves de corral y rara vez he visto un ganso mejor cebado.
—Claro que sí, señor —dijo Baker, que se había levantado y ya tenía bajo el brazo su nueva propiedad—. Somos pocos los que frecuentamos la taberna Alpha, cerca del museo. Pasamos el día en el museo, ¿sabe usted? Este año, nuestro buen patrón, que se llama Windigate, ha creado un club del ganso, es decir, que a cambio de unos peniques a la semana todos sus clientes recibiríamos un ganso por Navidad. Yo pagué religiosamente, y lo demás ya lo sabe usted. Le estoy muy agradecido, señor, porque una boina escocesa no es lo mejor ni para mis años ni para mi dignidad. —Y con un ademán pomposo y cómico, nos hizo una solemne reverencia y se marchó por su camino.
—Descartado el señor Henry Baker —dijo Holmes cuando el caballero hubo cerrado la puerta—. Está claro que no sabe nada del caso. ¿Tiene hambre, Watson?
—No demasiada.
—En ese caso le propongo que aplacemos la cena y sigamos esta pista mientras aún esté caliente.
—Con mucho gusto.
Hacía una noche de perros, así que nos pusimos nuestros gabanes y nos abrigamos con bufandas. Las estrellas brillaban, frías, en el cielo raso, y el aliento de los transeúntes emitía el mismo vaho que un pistoletazo. Nuestros pasos resonaban fuertes y secos mientras cruzábamos el barrio de los médicos: Wimpole Street, Harley Street y Wigmore Street, hasta que llegamos a Oxford Street. En un cuarto de hora estábamos en Bloomsbury, en la taberna Alpha, un pequeño establecimiento situado en la esquina de una de las calles que van a Holborn. Holmes abrió la puerta del local y pidió dos cervezas al rubicundo tabernero, que llevaba un mandil blanco.
—Su cerveza tiene que ser excelente si es tan buena como sus gansos —dijo.
—¡Mis gansos!
El hombre parecía sorprendido.
—Sí, hace media hora he estado hablando con el señor Henry Baker, que es miembro de su club del ganso.
—¡Ah, sí! Ya comprendo. Pero los gansos no son nuestros, señor.
—¡No me diga! ¿Y de quién son?
—Verá, le compré dos docenas a un tendero de Covent Garden.
—¡Vaya! Conozco a algunos tenderos de por allí. ¿Quién era?
—Breckinridge, se llama.
—¡Ah! No lo conozco. Bueno, brindo por su salud y su prosperidad, patrón. ¡Buenas noches!
»Vamos a visitar al señor Breckinridge —dijo, abrochándose el abrigo cuando salimos al aire gélido—. Recuerde, Watson, que aunque al final de esta cadena tenemos algo tan corriente como un ganso, en el otro extremo tenemos a un hombre que a buen seguro deberá cumplir siete años de trabajos forzados, a menos que seamos capaces de demostrar su inocencia. Es posible que nuestras pesquisas confirmen su culpabilidad, pero, sea como fuere, hemos encontrado una línea de investigación que a la policía se le ha escapado y que ha llegado a nuestras manos por una increíble casualidad. Sigámosla hasta el final. ¡Rumbo al sur y a paso ligero!
Cruzamos Holborn, bajamos por Endell Street y continuamos hasta el mercado de Covent Garden por un laberinto de callejones de mala muerte. Uno de los puestos más grandes mostraba el rótulo de Breckinridge, y su dueño, un hombre de aspecto caballuno, rostro astuto y patillas recortadas, estaba ayudando a un muchacho a echar el cierre.
—Buenas noches. Hace mucho frío —dijo Holmes.
El tendero asintió y miró a mi compañero con gesto interrogante.
—Ha vendido usted todos los gansos, por lo que veo —prosiguió Holmes, señalando el mostrador de mármol vacío.
—Mañana podrá comprar quinientos si quiere.
—Eso no me sirve.
—Bueno, aún quedan algunos en ese otro puesto de ahí.
—Ya, pero a mí me han recomendado que viniera aquí.
—¿Quién se lo recomendó?
—El patrón del Alpha.
—Ah, sí. Le envié un par de docenas.
—Y bien buenos que eran. ¿Dónde los consiguió?
Para mi sorpresa, esta pregunta suscitó en el vendedor un estallido de ira.
—Oiga, señor —dijo, ladeando la cabeza y poniendo los brazos en jarras—. ¿Adónde quiere llegar? Aclaremos las cosas cuanto antes.
—Están bastante claras. Me gustaría saber quién le vendió los gansos que usted suministró al Alpha.
—Pues yo no pienso decírselo, mire usted.
—Es un asunto sin importancia. No entiendo por qué se acalora usted tanto por una nimiedad.
—¡Que me acaloro! Usted también se acaloraría si le estuvieran fastidiando tanto como a mí. Cuando pago un buen dinero por un buen producto, no quiero saber nada más del asunto. Pero esto es un no parar: que si dónde están los gansos, que si a quién se los ha vendido, que si cuánto quiere usted por los gansos. Cualquiera diría que no hay más gansos en el mundo, a la vista del revuelo que se ha armado.
—Bueno, yo no tengo ninguna relación con las personas que han venido a interrogarlo —dijo Holmes con indiferencia—. Si no quiere decírnoslo, pues no hay apuesta y listo. Pero es que me tengo por un entendido en aves de corral, ¿sabe usted?, y he apostado cinco libras a que el ave que me comí ayer se ha criado en el campo.
—Pues entonces ha perdido usted las cinco libras, porque se ha criado en la ciudad —replicó el tendero con brusquedad.
—De eso nada.
—Yo le digo que sí.
—No me lo creo.
—¿Se cree usted que entiende más de aves que yo, que las conozco desde que era un mocoso? Le digo que todas las aves que fueron al Alpha se criaron en la ciudad.
—No me convencerá nunca.
—¿Qué se apuesta?
—Sería como robarle, porque sé que tengo razón. Pero me apuesto con usted un soberano, para que aprenda a no empecinarse.
El vendedor se rió entre dientes y dijo:
—Trae los libros, Bill.
El chiquillo trajo un cuaderno fino y otro grande y con las tapas sucias y los dejó debajo de la lámpara.
—Y ahora, señor Sabelotodo —dijo el tendero—, creía que me había quedado sin gansos, pero antes de que termine verá usted que todavía queda uno en la tienda. ¿Ve este librito?
—¿Y?
—Es la lista de mis proveedores. ¿Lo ve? Pues bien, aquí, en esta página, está la gente del campo, y los números que siguen a los nombres indican dónde están anotados en el libro mayor. Y ahora, ¡mire! ¿Ve esta otra página escrita con tinta roja? Pues ésta es la lista de los proveedores de la ciudad. Lea el tercer nombre. Léalo en voz alta.
—Señora Oakshott, 117 Brixton Road: 249 —leyó Holmes.
—Eso es. Ahora, busque esa página en el libro mayor.
Holmes buscó la página indicada.
—Ahí lo tiene: señora Oakshott, 117 Brixton Road. Proveedora de huevos y aves de corral.
—Y ahora dígame, ¿qué pone en la última entrada?
—22 de diciembre. Veinticuatro gansos a siete chelines y seis peniques.
—Eso es. Ahí lo tiene. ¿Y qué pone debajo?
—Vendidos al señor Windigate, del Alpha, a 12 chelines.
—¿Qué me dice?
Sherlock Holmes parecía muy chafado. Se sacó un soberano del bolsillo, lo lanzó sobre el mármol y dio media vuelta con aire de estar demasiado disgustado para decir palabra. Dio unos pasos, se detuvo junto a una farola y se rió a carcajadas, pero en silencio, de esa manera tan característica.
—Cuando vea usted a un hombre con esas patillas recortadas y ese periódico, el Pink’un, asomando del bolsillo, no le quepa duda de que siempre podrá tentarlo a apostar —explicó—. Me atrevería a decir que si le hubiera puesto cien libras delante, no me habría dado una información más completa que la que le he sacado con la idea de que iba a ganarme la apuesta. Bien, Watson, creo que nos estamos acercando al final de nuestra búsqueda, y lo único que nos queda por determinar es si es conveniente que vayamos esta noche a ver a la señora Oakshott o si deberíamos dejarlo para mañana. A juzgar por lo que ha dicho ese hombre tan quisquilloso, está claro que hay más personas interesadas en el asunto, aparte de nosotros, y me parece que…
Un griterío procedente del puesto que acabábamos de abandonar interrumpió de pronto los comentarios de Sherlock Holmes. Dimos media vuelta y vimos a un hombre bajito, con cara de rata, en el centro del círculo amarillo que proyectaba la lámpara colgante, y a Breckinridge, enmarcado por la puerta de su tienda, amenazando fieramente con los puños a la figura encogida del otro.
—Estoy harto de ustedes y de sus gansos. ¡Váyanse todos al diablo! Como sigan fastidiándome con estas tonterías les echaré al perro encima. Venga usted con la señora Oakshott y ya le contestaré yo a ella. Pero ¿qué pinta usted en todo esto? ¿Le he comprado a usted los gansos?
—No, pero uno de ellos era mío —gimió el hombrecillo.
—Pues entonces pregunte a la señora Oakshott.
—Ella me dijo que le preguntara a usted.
—Por mí como si quiere preguntarle al rey de Prusia. Ya estoy harto. ¡Fuera de aquí!
Dio un paso al frente con gesto amenazador y el desconocido se esfumó en la oscuridad.
—¡Ja! Esto puede ahorrarnos un viaje a Brixton Road —susurró Holmes—. Venga conmigo y veamos qué podemos sacarle a ese sujeto. —Echó a andar a grandes zancadas entre los grupos de personas que aún merodeaban alrededor de los puestos iluminados y no tardó en alcanzar al hombrecillo, y le dio un toque en el hombro. El individuo se volvió de un salto y, a luz de la farola, vi que todo rastro de color había desaparecido de su rostro.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere? —preguntó con voz temblorosa.
—Le ruego que me disculpe —dijo Holmes con amabilidad—, pero no he podido evitar oír la pregunta que acaba usted de hacerle al tendero, y creo que yo podría ayudarlo.
—¿Usted? ¿Quién es usted? ¿Cómo puede saber nada de este asunto?
—Me llamo Sherlock Holmes, y mi profesión consiste en saber lo que otros no saben.
—Pero usted no puede saber nada de esto.
—Disculpe, pero lo sé todo. Anda usted buscando unos gansos que la señora Oakshott, de Brixton Road, le vendió a un tendero llamado Breckinridge, y éste a su vez al señor Windigate, el dueño del Alpha, y éste a su club, del que es miembro el señor Henry Baker.
—Ah, señor, es usted justo el hombre que necesito —exclamó el individuo, con las manos extendidas y los dedos temblorosos—. Apenas puedo explicarle cuánto me interesa este asunto.
Sherlock Holmes hizo señas a un coche que pasaba.
—En ese caso será mejor que hablemos en una sala acogedora en vez de en este mercado azotado por el viento —dijo—. Pero antes de continuar, dígame, por favor, ¿a quién tengo el gusto de ayudar?
El hombre dudó un instante.
—Mi nombre es John Robinson —respondió, mirando a otro lado.
—No, no; el nombre verdadero —dijo Holmes en tono afable—. No es cómodo tratar de negocios con un alias.
El rubor cubrió las blancas mejillas del desconocido.
—De acuerdo. Mi verdadero nombre es James Ryder.
—Exacto. Jefe de servicio del hotel Cosmopolitan. Suba al coche, por favor, y podré contarle todo cuanto desea saber.
El hombrecillo nos miró alternativamente con ojos mitad asustados, mitad esperanzados, como quien no está seguro de si lo que le espera es un golpe de suerte o una desgracia. Por fin subió al coche, y en cuestión de media hora nos encontrábamos en la sala de estar de Baker Street. Nada se dijo durante el trayecto, pero la respiración entrecortada de nuestro acompañante y el modo en que cerraba y abría las manos denotaban su tensión nerviosa.
—¡Ya estamos aquí! —dijo Holmes alegremente cuando entramos en la sala—. Se agradece el fuego con este tiempo. Parece que tiene usted frío, señor Ryder. Siéntese en la silla de mimbre, por favor. Voy a ponerme las zapatillas antes de resolver este asuntillo suyo. ¡Listo! ¿Quiere saber qué ha sido de esos gansos?
—Sí, señor.
—O, mejor dicho, supongo, de ese ganso. Me figuro que era un ave en concreto la que a usted le interesaba: blanca, con una raya negra en la cola.
Ryder tembló de emoción.
—¡Eso es, señor! ¿Puede usted decirme adónde fue a parar?
—Aquí mismo.
—¿Aquí?
—Sí, y resultó ser un ave notabilísima. No me extraña que tenga usted tanto interés. Puso un huevo cuando ya estaba muerta: el huevo más hermoso, brillante y azul que se haya visto jamás. Lo tengo aquí, en mi museo.
Nuestro visitante se puso en pie y se agarró a la repisa de la chimenea con la mana derecha. Holmes abrió la caja fuerte y mostró el carbunclo azul, centelleante como una estrella, que irradiaba un frío fulgor. Ryder se quedó mirando la piedra con aire demacrado, dudando entre reclamarla o no reconocerla como propia.
—El juego ha terminado, Ryder —dijo Holmes con voz tranquila—. Sujétese bien, hombre, que se va a caer al fuego. Ayúdele a sentarse, Watson. No tiene sangre fría para delinquir impunemente. Dele un poco de brandy. ¡Eso es! Ahora ya tiene un aspecto un poco más humano. ¡Hay que ver qué mequetrefe!
Ryder se tambaleó un instante y estuvo a punto de caer, pero el brandy devolvió algo de color a sus mejillas, y se quedó sentado mirando a su acusador con aire temeroso.
—Tengo en mis manos todos los eslabones y las pruebas que necesito, así que es poco lo que usted puede decirme. Sin embargo, conviene aclarar ese poco para zanjar el caso. ¿Había oído usted hablar, Ryder, de esta piedra azul de la condesa de Morcar?
—Fue Catherine Cusack quien me habló de ella —contestó con voz quebrada.
—Comprendo. La doncella de la condesa. Y, claro está, no pudo resistir la tentación de hacerse con una fortuna tan inesperada de una manera tan sencilla, como les ha ocurrido a hombres mejores que usted. Sin embargo, ha sido poco escrupuloso en sus métodos. Me parece, Ryder, que es usted un bellaco redomado. Usted sabía que Horner, el fontanero, se había visto envuelto en algún robo anteriormente, y que las sospechas recaerían sobre él desde el principio. ¿Qué hizo entonces? Pretextó una pequeña reparación en la habitación de la condesa, con ayuda de su cómplice, Cusack, y se las ingenió para enviar a Horner. Cuando el fontanero se marchó, usted desvalijó el joyero, dio la voz de alarma y consiguió que detuvieran a ese pobre desgraciado. A continuación…
Ryder se arrojó de pronto sobre la alfombra y se aferró a las rodillas de Sherlock Holmes.
—¡Por el amor de Dios, tenga piedad! —gritó—. ¡Piense en mi padre! ¡En mi madre! Esto les rompería el corazón. ¡Nunca he hecho nada malo! Y no volveré a hacerlo. Lo juro. Lo juro sobre la Biblia. ¡No me denuncie! ¡Por el amor de Dios, se lo suplico!
—Vuelva a la silla —dijo Holmes con severidad—. Está muy bien eso de llorar y arrastrarse ahora, pero bien poco pensó usted en el pobre Horner, acusado de un delito del que nada sabía.
—Desapareceré, señor Holmes. Me iré del país. Y así tendrán que retirar los cargos contra él.
—Ya hablaremos de eso. Ahora, cuéntenos la versión auténtica del segundo acto. ¿Cómo llegó la piedra al buche del ganso y cómo llegó el ganso al mercado? Más vale que nos diga la verdad, pues en ello reside su única esperanza.
Ryder se humedeció los labios secos.
—Se lo contaré tal como fue, señor —dijo—. Cuando detuvieron a Horner, pensé que lo mejor sería esconder la piedra cuanto antes, pues no sabía en qué momento podía ocurrírsele a la policía registrar mi habitación. En el hotel no había ningún lugar seguro. Salí, como si tuviera que hacer un recado, y fui a casa de mi hermana. Está casada con un hombre llamado Oakshott, y vive en Brixton Road. Se dedica a la cría de aves de corral. De camino hacia allí, cada hombre que veía me parecía un policía o un detective y, a pesar de que la noche era muy fría, estaba chorreando sudor cuando llegué a mi destino. Mi hermana me preguntó qué me pasaba y por qué estaba tan pálido, y le dije que estaba muy disgustado por el robo en el hotel. Poco después salí al patio y me fumé una pipa mientras decidía qué hacer a continuación.
»Tenía un antiguo amigo, Maudsley, que se fue por el mal camino y justo acababa de cumplir su condena en Pentonville. Un día nos encontramos, y me habló de las mañas de los ladrones y de cómo se deshacían de lo robado. Sabía que podía fiarme de él, porque conozco algunos asuntos suyos, así que decidí ir a Kilburn, que es donde vive, y confiarle mi situación. Él me enseñaría cómo convertir la piedra en dinero. El problema estaba en llegar a salvo hasta su casa. Recordaba la angustia que había pasado en el camino desde el hotel. Podían cogerme y registrarme en cualquier momento, y llevaba la piedra en el bolsillo del chaleco. Estaba apoyado en la tapia, contemplando a los gansos que merodeaban alrededor de mis pies, cuando de repente se me ocurrió la idea que me permitiría derrotar al mejor detective que haya existido nunca.
»Mi hermana me había dicho semanas antes que podía escoger uno de sus gansos, como regalo de Navidad, y sabía que siempre cumplía su palabra. Decidí elegir un ganso en el acto, y llevar la piedra a Kilburn dentro del ave. Había un pequeño cobertizo en el patio, y me escondí detrás con una de las aves, un ejemplar magnífico, grande y con una raya en la cola. Lo sujeté, le abrí el pico y le metí la piedra hasta donde me permitieron los dedos. El ganso tragó, y noté que la piedra pasaba por el gaznate hasta el buche. Pero el bicho se puso a aletear y a forcejear, y mi hermana salió a ver qué pasaba. Cuando di media vuelta para hablar con ella, el ganso escapó volando y se fue con los demás.
»—¿Qué haces con ese pájaro, Jem? —preguntó mi hermana.
»—Bueno, como me dijiste que podía elegir un ganso por Navidad, estaba comprobando cuál es el más gordo.
»—Ah. Ya hemos apartado uno para ti. El ganso de Jem, lo llamamos. Es ese grande que está ahí. Hay veintiséis en total. Uno para ti, otro para nosotros y dos docenas para vender.
»—Gracias, Maggie. Aunque si te da lo mismo, me gustaría quedarme con el que acabo de coger.
»—El otro pesa lo menos un kilo y medio más, y lo hemos cebado especialmente para ti.
»—Da igual. Me quedaré con ése, y me lo llevaré ahora mismo.
»—Como quieras —dijo, un poco enfurruñada—. ¿Cuál es el que quieres?
»—Ese blanco con una raya en la cola, el que está justo en el centro.
»—Muy bien. Mátalo y llévatelo.
»Eso hice, señor Holmes, y me fui con el ave hasta Kilburn. Le conté a mi amigo lo que había hecho, porque es un hombre al que se le puede contar una cosa así. Casi se ahoga de tanto reírse. Cogimos un cuchillo y abrimos el ganso en canal. Se me cayó el alma a los pies, porque allí no había ni rastro de la piedra, y comprendí que había cometido un error fatal. Volví corriendo a casa de mi hermana. No quedaba ni un ave en el patio.
»—¿Dónde están los gansos, Maggie? —grité.
»—Se los ha llevado el tendero, Jim.
»—¿Qué tendero?
»—Breckinridge, de Covent Garden.
»—Pero ¿es que había otro ganso con una raya en la cola, como el que yo elegí?
»—Sí, Jem. Había dos con una raya en la cola. Nunca fui capaz de distinguirlos.
»Entonces, como es natural, lo entendí todo, y fui corriendo en busca del tal Breckinridge, pero ya había vendido el lote completo y no quiso decirme ni una palabra de quién se había llevado los gansos. Ya lo han oído ustedes esta noche. Siempre me ha contestado igual. Mi hermana cree que me estoy volviendo loco. A veces yo también lo creo. Y ahora… ahora soy un ladrón, estoy marcado, sin haber llegado a tocar la riqueza por la que vendí mi honor. ¡Que Dios me ayude! ¡Que Dios me ayude!
Estalló en convulsos sollozos y hundió el rostro entre las manos.
Hubo un largo silencio, únicamente roto por su respiración entrecortada y el repicar de los dedos de Sherlock Holmes en el borde de la mesa. Entonces, mi amigo se levantó y abrió la puerta.
—¡Váyase! —dijo.
—¿Cómo dice, señor? ¡Dios lo bendiga!
—Ni una palabra más. ¡Váyase!
Y no hicieron falta más palabras. Se oyó una carrera, un tableteo en las escaleras, un portazo y los golpes secos de unos pies corriendo por la calle.
—A fin de cuentas, Watson —dijo Holmes, levantando la mano para alcanzar su pipa de arcilla—, la policía no me paga para subsanar sus deficiencias. Si Horner estuviera en peligro, la cosa sería distinta, pero este Ryder no testificará en su contra, y el proceso judicial no seguirá adelante. Supongo que estoy cometiendo un delito, pero es posible que esté salvando un alma. Este individuo no volverá a hacer nada malo. Está aterrorizado. Si terminara en la cárcel ahora, se convertiría en carne de presidio para el resto de su vida. Además, estamos en una época de perdón. El azar ha puesto en nuestras manos un problema de lo más caprichoso y singular, y resolverlo ha sido nuestra recompensa. Si tiene la bondad de tocar la campana, doctor, emprenderemos ahora otra investigación en la que también un ave será la protagonista.
La aventura del carbunclo azul
Arthur Conan Doyle (1892)
Traducción: Catalina Martínez Muñoz
Arthur Conan Doyle (1859-1930) nació en Edimburgo, hijo de un funcionario del gobierno de origen irlandés. Educado por los jesuitas en Stonyhurst, estudió Medicina en la Universidad de Edimburgo. Sus historias de Sherlock Holmes empezaron a publicarse en la Strand Magazine en 1891, si bien había escrito la primera de ellas, Estudio en escarlata, en 1887. El éxito de su personaje fue inmediato y más tarde recogería sus andanzas en cuatro volúmenes: Las aventuras de Sherlock Holmes (1892), Las memorias de Sherlock Holmes (1894), El regreso de Sherlock Holmes (1905) y El archivo de Sherlock Holmes (1927). En 1893, cansado de su personaje, decidió acabar con él, pero las protestas de los lectores le obligaron a «resucitarlo» con gran ingenio. Otras novelas de Sherlock Holmes son El signo de los cuatro, El sabueso de los Baskerville y El valle del terror. Para sustituir a su famoso detective, creó el personaje de Etienne Gerard, un joven oficial francés en la Europa napoleónica, cuyas memorias recogió en Las hazañas del brigadier Gerard (1896) y Las aventuras de Gerard (1903). Años después crearía al profesor Challenger, el científico y explorador de El mundo perdido (1912) y El cinturón envenenado (1913). Fue nombrado caballero en 1902, por su trabajo en un hospital de campaña en Bloemfontein (Sudáfrica) y su firme apoyo a Gran Bretaña en la Guerra de los Boers. Tras la muerte de su hijo en la Primera Guerra Mundial, se consagró a la causa del espiritismo. Murió en Sussex (Inglaterra) en 1930.
«La aventura del carbunclo azul» («The Adventure of the Blue Carbuncle») apareció por primera vez en la Strand Magazine en enero de 1892, y es uno de los doce relatos incluidos en Las aventuras de Sherlock Holmes, publicado en Londres por George Newnes el 31 de octubre de 1892. Éste es el primer cuento, en esta antología, en que la Navidad ambienta un episodio detectivesco, pero quizá lo más significativo, para su inclusión en ella, sea el gesto final de virtud navideña del detective.
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