¡Oh,
qué días de fiebre lírica los de aquella primavera! [C. 1900] Conocía
en casa de Villaespesa cada tarde algún nuevo poeta, consagrado por el
cenáculo: los dos Machado, Manuel y Antonio, que venían de París, donde
habían vivido unos años haciendo traducciones para la Casa Garnier, y he
tenido ocasión de conocer allí a Gómez Carrillo y Rubén Darío y
compartir la bohemia literaria de los decadentes franceses. Eran
sevillanos como yo, recordaban el apellido de mi familia y me acogieron
con toda simpatía. Manuel, efusivo, ligero, chispeante, andaluz
pizpireto; Antonio, serio, ensimismado, meditabundo, lacónico como un
espartano, descuidado en su atuendo, con manchas de ceniza y alcohol en
su traje viejo y raído. ¡Qué contraste entre los dos hermanos! Manolo,
decidor, dicharachero, marchoso, de una elegancia aflamencada y de una
movilidad de pájaro; Antonio, grave, silencioso, lento, arrastrando los
pasos como una cadena: el hombre que siempre se queda atrás… Tanto daba
la impresión de la cadena, que Villaespesa les hacía creer a los novatos
que el poeta de soledades había estado en presidio como Dostoyevski, y
Antonio, en silencio, asentía.
de "La novela de un literato" por Rafael Cansinos Assens
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