Era
aquel un continuo desfile de noveles. Así conocí entonces a jóvenes
como Ortiz de Pinedo, un muchachito pálido y enclenque, vestido de
negro, y que se creía condenado a muerte prematura. Era amigo de Carrere
y escribía unas cosas muy tristes. Francisco Camba, un galleguito que
había estado en la Argentina y ahora hacía de pasante en un colegio. En
la Argentina había dejado a su hermano Julio, también literato, un
rebelde que escribía en hojas anarquistas. Paco Camba era, por lo visto,
la antítesis de su hermano; tenía el alma humilde y saudosa del
gallego pobre. Admiraba a Valle-Inclán y hacía por imitar su prosa
medida y cantarina. Se sabía de memoria trozos de Adega o Flor de
santidad, y de las Sonatas... Se extasiaba ante frases como: «La pobre
Concha se moría»... «La tarde era azul y triste como el alma de una
santa princesa»... «El rayo de sol penetraba en la estancia, cual la
espada de fuego de un dios antiguo»..., etcétera. ¡Aquello era estilo!
¡Aquello era escribir! Don Ramón -así lo llamaba él- escribía como
Flaubert. Se pasaba días enteros buscando un adjetivo... Y, qué tipo de
hombre... Vivía sólo para la literatura... Se alimentaba de té como un
fakir indio... Y, sin embargo, siempre tan arrogante y altivo. Cuando
lo invitaban a comer, decía: «Gracias, pero ya he comido...» y vivía en
perpetuo ayuno... Era un marqués de Bradomín, y, como él, feo, católico
y sentimental...
También
Bargiela era amigo de Valle-Inclán, al que llamaba simplemente
Valle... Lo admiraba, pero no tanto como Camba, y su ascetismo no le
conmovía gran cosa.
-Es, sencillamente -decía-, que no tiene estómago...
También
conocí allí a un joven poeta canario, Tomás Morales, que estudiaba
Medicina; un chico moreno, alto, delgado, indolente, con unos brazos
largos y lacios, como los mechones de negro pelo que le caían sobre la
frente. Solía llevarle a Villaespesa plátanos y cigarrillos del Jedive.
No había publicado aún nada, pero tenía ya versos para llenar un libro.
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