Sobre el barrio de Maravillas (Madrid)

Las ocho, las nueve de la mañana es una hora apresurada entre Quevedo y San Bernardo. El barrio de Maravillas duerme aún: suele pasar malas noches y largas, y alcohólicas; o tensas, por los vecinos que esperan con palos y cadenas a los de la mala vida, que ya apenas van. En las viejas ventanas se orean las sábanas y los colchones, junto a la flor del barrio, el geranio. Esta es zona de gatos, huidizos, manchados por el aceite de debajo de los coches. Los vecinos dejan platillos con leche y sobras en las ventanas de los semisótanos un tributo casi egipcio al animal misterioso. Maravillas tiene todavía viejos faroles; al anochecer, revolotean algunos murciélagos en torno al fanal, buscando insectos. Los viejos toman el sol, cuando lo hay –el “bermejazo platero de las cumbres / a cuya luz se espulga la canalla”, en versos madrileños de Quevedo–, oyen a uno de sus sabios que hay menos murciélagos porque los mosquitos han inventado un sistema de radiaciones que desorienta el radar del enemigo.
Gatos, perros, murciélagos, golondrinas, son la fauna del barrio (fauna del Madrid perdido: los burros de los botijeros, que iban desde Andújar hasta el norte: se le ha visto en Helsinki. Caballos percherones, que llevaban la histórica leche de la granja Poch.”
En “El niño republicano” de Eduardo Haro Tecglen

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