«Dichoso
aquel que alejado de los negocios, como la primitiva raza de los
mortales, trabaja el campo paterno con sus bueyes, libre de toda usura, y
no se despierta como el soldado con la fiera trompeta ni teme al mar
embravecido, y evita el foro y las orgullosas puertas de las ciudades
demasiado poderosas. Marida él, en cambio, los altos álamos con los
tallos adultos de la vid, o vigila sus errantes rebaños de mugientes
reses en un valle recoleto, o, podando con su hoz las ramas inútiles,
injerta las más pujantes, o pone la miel extraída en limpias ánforas, o
esquila a las asustadizas ovejas. Y cuando el Otoño en los campos ha
alzado su cabeza ornada de dulces frutos, ¡cómo disfruta recogiendo las
injertadas peras y la uva que compite con la púrpura con que poder
obsequiarte a ti, Príapo, y a ti, padre Silvano, protector de sus
términos!
Le gusta yacer, ora bajo la vieja encina, ora sobre un tupido prado, mientras corren las aguas por los ríos profundos y se lamentan las aves en los bosques y las fuentes murmuran en sus límpidos manantiales, lo que le invita a un plácido sueño.
Pero cuando el tiempo invernal del tonante Júpiter amontona nieves y lluvias, con una gran jauría acosa de aquí para allá fieros jabalíes hacia las interpuestas trampas, o extiende con una ligera horquilla las claras redes, o, preciada recompensa, apresa con el lazo a una tímida liebre o a una ocasional grulla.
Entre tales cosas, ¿quién no olvida la amargura de las penas que causa el amor?
Y si una honesta mujer le ayuda en parte de la casa y con los dulces hijos, o si, como una sabina o como la esposa de un ágil apulio tostada por el sol, enciende con viejos troncos el fuego sagrado a la llegada del cansado marido y, encerrando el lustroso ganado en trenzados apriscos, ordeña las henchidas ubres o, sacando vino del año de un buen tonel, prepara no comprados manjares, entonces no me agradarán más las ostras del Lucrino, ni el rodaballo, ni los escaros —si una tempestuosa tormenta los arrojase a este mar desde los orientales mares—, ni descenderá a mi estómago el ave africana ni el francolín de Jonia más gustosamente que la oliva cogida de las cargadísimas ramas de los árboles o que los tallos de acedera que crece en los prados y las malvas, beneficiosas para el cuerpo enfermo, o que los corderos sacrificados en las fiestas Terminales, o que un cabrito arrebatado al lobo.
¡En medio de estos manjares, cómo alegra ver las ovejas apacentadas dirigiéndose hacia la casa; ver a los cansados bueyes arrastrando con su lánguido cuello el arado invertido, y a los sirvientes, indicio de casa rica, colocados alrededor de los resplandecientes Lares!»
Cuando el usurero Alfio, casi un futuro campesino, hubo dicho esto, recogió todo el dinero pagado en los Idus y ya busca colocarlo en las Kalendas.
Le gusta yacer, ora bajo la vieja encina, ora sobre un tupido prado, mientras corren las aguas por los ríos profundos y se lamentan las aves en los bosques y las fuentes murmuran en sus límpidos manantiales, lo que le invita a un plácido sueño.
Pero cuando el tiempo invernal del tonante Júpiter amontona nieves y lluvias, con una gran jauría acosa de aquí para allá fieros jabalíes hacia las interpuestas trampas, o extiende con una ligera horquilla las claras redes, o, preciada recompensa, apresa con el lazo a una tímida liebre o a una ocasional grulla.
Entre tales cosas, ¿quién no olvida la amargura de las penas que causa el amor?
Y si una honesta mujer le ayuda en parte de la casa y con los dulces hijos, o si, como una sabina o como la esposa de un ágil apulio tostada por el sol, enciende con viejos troncos el fuego sagrado a la llegada del cansado marido y, encerrando el lustroso ganado en trenzados apriscos, ordeña las henchidas ubres o, sacando vino del año de un buen tonel, prepara no comprados manjares, entonces no me agradarán más las ostras del Lucrino, ni el rodaballo, ni los escaros —si una tempestuosa tormenta los arrojase a este mar desde los orientales mares—, ni descenderá a mi estómago el ave africana ni el francolín de Jonia más gustosamente que la oliva cogida de las cargadísimas ramas de los árboles o que los tallos de acedera que crece en los prados y las malvas, beneficiosas para el cuerpo enfermo, o que los corderos sacrificados en las fiestas Terminales, o que un cabrito arrebatado al lobo.
¡En medio de estos manjares, cómo alegra ver las ovejas apacentadas dirigiéndose hacia la casa; ver a los cansados bueyes arrastrando con su lánguido cuello el arado invertido, y a los sirvientes, indicio de casa rica, colocados alrededor de los resplandecientes Lares!»
Cuando el usurero Alfio, casi un futuro campesino, hubo dicho esto, recogió todo el dinero pagado en los Idus y ya busca colocarlo en las Kalendas.