CASTILLA se
va entretejiendo, como ocurre con España entera, sobre un cañamazo cultural muy
complejo, pero en el que destaca de manera singular el fragor de las luchas con
los islámicos y las largas paces en convivencia con ellos. «Del neolítico a los
almohades, la presencia frecuentemente agresiva de África es un dato tan
fundamental para la geografía como para la historia hispánicas», ha escrito con
toda lucidez Jacques Fontaine. Y, por fuerza y por dentro, la historia y el
alma colectivas, los sentires, pensares y vivires de Castilla son, ciertamente,
fronterizos; y, para adentrarnos en ellos, hay que pasar por un arco de
herradura. Tomás de Aquino, en su espléndida madurez espiritual, se paraba ante
las puertas y dudaba un tanto antes de traspasar su umbral, porque una puerta
que se abre es siempre un «novum» lo que promete a nuestros ojos y nos exige su
comprensión. En este caso, la de Castilla como Oriente, antes de convertirse,
luego, en un país románico y europeo; si es que llega a ser esto último, que
éste es otro cantar y otro cuento, como decía Kippling, que habrá que contar
más adelante.
Lo que hay
que decir, ahora, es que en esta frontera, bélica, unas veces; y pacífica,
otras, entre islámicos y cristianos, hay atalayas y almenaras o alcázares: es
decir, palacios o campamentos militares; y hay también almunias o jardines, o
«huelgas»; pero, sobre todo, están ahí los «kibbutzs» o asentamientos
fronterizos, escondidos en un valle, tras un soto, cobijados por cualquier otro
repliegue geológico. Son lugares de resistencia espiritual, pero, a la vez,
asimilados en cierta manera a los modos de ser y de vivir de aquellos a quienes
se resiste: los islámicos. Es decir, lugares de osmosis entre los hermanos
enemigos. Y desconciertan, pero quizás son ellos las claves de toda una
existencia como la castellana y de su historia espiritual y más profunda. Esa
historia que, en San Millán de la Cogolla o en San Baudelio de Berlanga —y así
será en todas partes— comienza como un cuento oriental: con un manantial de agua
fresca y una gruta, y unos árboles en torno. Y un ermitaño o morabito que allí
habita, naturalmente.
El paisaje
en que, ahora, se alza San Baudelio es realmente estepario y eremítico: un
pelado y pardo alcor cuyas tonalidades van del ocre rojo al amarillo, blancas
manchas calizas y el verdor de matojos enanos. Pero no evoquemos, en seguida y
sin más, a los Padres del Yermo; aquí, hubo árboles: encinas exactamente, y
agua, que todavía puede verse correr hacia el pequeño valle. Los monjes o, más
bien, eremitas, que, aquí buscaban a Dios en el desasimiento y la nada, vivían
en medio de un bosquecillo y siquiera bajo la parva umbría tan ascética de la
hoja de encina. Y, aunque nadie lo diría, ahora, al contemplar externamente
este recinto cuadrangular que se prolonga en una especie de ábside igualmente
cuadrado y gris, una vez atravesada la puerta de herradura, aquí es
verdaderamente el paraíso, una almunia sagrada, el Edén.
El
edificio está concebido como un gran árbol de piedra, cuyas ramas sostienen el
cobijo de la techumbre: son los nervios en que se despliega una columna que se
abre en arcos de palmera y muestra su blanco tronco salpicado de rudos puntos
rojos, como en un sarpullido de vida, un goteado de Pollock.
¿Y qué
hace, aquí, una palmera, a orillas del Escalóte, en este clima riguroso? Es
pura teología, un símbolo paradisiaco: la sombra y la frescura tras el arduo
caminar que es la vida; el canto tranquilo de celestes pájaros que anidan en
ella, la dulzura de los dátiles y el ruido que hace el ventalle al entrechocar
sus hojas suavemente después de tanto estruendo que es la historia y de tanto
amargor que da el ser hombre. Es un oasis y un refrigerio, pero también una
escala hacia lo Alto. Es el árbol sagrado de los antiguos mesopotámicos y está
específicamente bendecido en el Corán, pero la Biblia misma hace de ella la
figura del justo:
«El justo florecerá como palmera.»
«Feliz el hombre que confia en Yahvé
y del que Yahvé es su esperanza.
Es como un árbol plantado al borde
del agua, que extiende sus ramas hacia la corriente.
No teme cuando llega el calor, su
follaje permanece siendo verde, y, en año de sequía, está sin inquietud.
(Jeremías, 17, 7-8)
En el
Beato de Valcabado —en seguida vamos a abrir estos libros que llevan el
extraño nombre de Beatos y son los grandes libros que Castilla ha dado al
mundo, como este monasteriolo es su Sixtina— una palmera da acogida y sombra
a los bienaventurados que bajo ella se abanican, o, agitando palmas, vitorean
eternamente la gloria del Cordero.
El paraíso
se ha soñado siempre con estas imágenes de solaz y de belleza, con visiones de
extrañas y lejanas ínsulas pobladas de árboles exóticos y aves de brillantes
rojos y verdes, azules o amarillos en sus plumajes, que cantan o parlotean, o
en ensoñaciones de puertas de oro, jaspe u ónice, de las que se habla en el
Apocalipsis; pero, ante todo, es un jardín y un frescor.
En otro
Beato —el de Gerona— hay también otra viñeta de una palmera que es sangrada por
dos campesinos para recoger de ella vino de palma. Y eran cristianos arabizados
los que habían visto realizar estas tareas o sabían cómo se llevaban a cabo de
todos modos, o incluso las practicaban en las almunias de la costa levantina
donde sabemos que se bebía «nabid» o vino de dátiles. ¿Y no se trata aquí,
simplemente de trasponer en un plano artístico todo ese ejercicio agrícola, en
estas latitudes tan frías en las que nos consta, sin embargo, que, aprovechando
un abrigaño del terreno, se lograron aclimatar olivos, como en San Cebrián de
Mazóte, por ejemplo? ¿Y acaso no era ese mismo ejercicio un símbolo de la vida
edénica?
Pero todo
nos aparece más claro aún, si todavía contemplamos otra imagen del Beato
«Justus ut palma florebit», que está en la Biblioteca Nacional de París, y en
la que el justo asciende por la palmera en busca de sus dulces frutos. Su
ascensión es claramente una mística subida a lo Alto, y, por cierto, está
extraordinariamente enfatizada en este edén de San Baudelio: un jardín de
delicias, un paraíso místico y oriental, al mismo tiempo.
Bajo la gran palmera, una
especie de mezquitilla —o minúscula iglesia copta, por su blanca alegría— o
bosquecillo de pequeñas columnas cilíndricas, sin capiteles y sólo con algunos
adornos en los plintos, sostiene una alta plataforma, tribuna o apartamiento en
lo alto al que se sube por una escalerilla, que muy probablemente fue en un
principio una escala de mano, de también claro significado místico en todo el
Oriente, que se retiraba una vez utilizada; y aunque a ese apartamento pudiera
accederse al mismo tiempo por una puerta exterior al recinto, que hoy se
encuentra al ras de la elevación del terreno que circunda a la ermitilla.
En esta
tribuna o estancia, ya a medio camino del follaje del árbol y de su misterio celestial,
se encuentra una capillita, casi como un «kiosko» o nicho, deliciosamente
decorada con pinturas románicas: una Virgen flanqueada por dos personajes, y,
en un lateral, un estilizado lebrel. Una lucerna en arco de herradura vigila la
entrada del recinto entero desde esa altura, y una balaustrada, como un iconostasio
y como cubierta por un gran paño oriental de águilas y leones inscritos en
círculos, realizaría la separación sagrada o velaría lo recoleto de la oración
o de la celebración litúrgica, allá arriba.
Pero,
todavía más arriba, hay aún otra estancia última y suprema, entre los brazos
mismos de la pétrea palmera, en lo más alto del ascenso místico. Es como una
cilindrica linterna, ciega y aislada, de sólo un metro de diámetro, y rematada
en una cupulilla de seis nervios: como un «mihrab». Se ha supuesto que se
trataría de un lugar a trasmano, no fácilmente visible, donde poner a buen
recaudo los libros o vasos sagrados en este «kibbutz» fronterizo del Duero, un
espacio geográfico que no va a ser definitivamente conquistado sino a
principios del XII por Alfonso I de Aragón y que
continuará siendo un bastión débil, largo tiempo después. Pero es mucho más
probable que fuera una celdilla de eremita estilita y solitario, que en
Celanova o en San Miguel de Escalada vivía en sus ábsides laterales; es decir,
la última estancia del «justus», que ha llegado a la cima mística o prosigue
allí su lucha en soledad total. O, al fin y al cabo, es precisamente un
«mihrab» donde nada había y nadie habitaba, símbolo de la ascensión suprema e
inalcanzable; presencia de lo Alto, que, en lo alto de la palmera o escala del
paraíso, se revela: allí donde no hay nada y sólo es el vacío y el silencio; la
morada de Cristo, como en «El manuscrito de las tres palomas» donde aparece en
su mandorla o almendra sagrada, rodeado de pájaros, en la copa de un cedro.
Y, de
todas maneras, este lugar es una lámpara de iluminación interior: el otro cabo,
en lo alto, junto al cielo, de la parábola espiritual que aquí se expresa y
que, como decía, comienza en la gruta que allá abajo, dentro de la mezquitilla,
se adentra en la tierra hacia el sur del edificio y sería la morada del primer
anacoreta: la raíz del árbol junto al agua. Raíz nutricia y brazos frondosos
cargados de frutos, la tiniebla y la luz, lo bajo y lo alto, la escala y el
ocultamiento, la ausencia total de cualquier cosa o criatura en medio del árbol
sagrado.
Pero los
muros están pintados, naturalmente. ¿Cómo, si no, sería un edén este recinto? Y
hay dos claras y netas series de pinturas: unos bellos frescos románicos con
escenas evangélicas, y las pinturas bajas o mozárabes; incluso si hay quienes
ven en ellas rastros de una estética y de técnicas romanizadas. De unas y otras
sólo quedan restos, o sólo la impronta de las pinturas que fueron arrancadas:
una impronta como un grito de desgarro, pero también como el resplandor de la
belleza que ilumina este paraíso.
Las
pinturas altas narran la vida entera de Jesús desde Belén, donde es adorado por
los Magos, hasta su muerte y sepultura; pero hay, entre ellas, dos escenas que
priman por su singularidad: la resurrección de. Lázaro de la que es testigo un
tonsurado —lo que implica una teología muy explícitamente eclesiológica— y las
bodas de Caná, donde Jesús aparece sentado entre los novios ante una mesa llena
de viandas y junto a la cual un sirviente escancia el vino; lo que también
implica una versión teológica del hecho, que va más allá del relato evangélico
y se torna didáctica. ¿O es la pura expresión de la alegría de los alimentos y
del bendecido amor humano?
En
la
pintura del ábside lo que nos sorprende no son las imágenes de San
Baudelio y
de San Nicolás, o la Paloma, símbolo del Espíritu Santo, o las apenas
reconocibles de Jesús y la Magdalena en un lateral, sino el enigmático
animal
que está pintado bajo la ventanita abocinada. ¿Qué es: un ibis o un
pelícano?
La interpretación del pelícano es arriesgada no sólo porque su
simbólica eucarística —el pelícano se sacrificaría a sí mismo para
alimentar a sus polluelos—
es más tardía e igualmente más tardías son la interpretación
enfáticamente
sacrificial de la Eucaristía y la misma reserva eucarística, sino
porque aquí
faltan los polluelos y el escorzo del ave sagrada del antiguo Egipto
está
acentuadamente dibujado.
Pero las
que primordialmente nos subyugan son las pinturas bajas o mozárabes que
constituyen, por así decirlo, el paisaje de este paraíso a la sombra de la
palmera: un cazador de ciervos, que ya ha dado en el blanco y dispara de nuevo
su arco; otro cazador, que, montado en su caballo, azuza a sus tres lebreles
contra dos pequeñas gacelas, y un caballero con halcón. Lleva espada y
sombrero, y un manto rojo. En contraste con las otras dos escenas venatorias,
absolutamente dinámicas, aquí el cazador está sorprendido en estática
posición; pero los tres frescos de caza ofrecen una simbólica escatoló- gica y
paradisiaca, precisamente porque hay tanta vida en ellos.
No ocurre
lo mismo, sin embargo, con las águilas y leones encerrados en medallones que,
como se dijo, están pintados en la balaustrada de la tribuna. Estos animales
son la copia de un tejido oriental y ahí están dibujadas unas presillas o lazos
para dar a entender inequívocamente que éste es, en efecto, el bordado de un
tapiz o lienzo tendido sobre el muro: una decoración principesca. Y ésto,
aunque tampoco dejen de ofrecer una alegoría muy clara: el águila es el símbolo
de la contemplación de las realidades eternas, y el león lo es de la
resurrección y de la fuerza. El águila acostumbra a sus polluelos a volar alto
y a mirar al sol, cara a cara, y aborrece a los que no son capaces de sostener
su fulgor. El león insufla con su lengua el hálito de la vida en la boca de sus
cachorros muertos para resucitarlos.
Pero
volvamos a los otros animales, que, como los del Arca de Noé del Beato de
Valcabado, están ahí primordialmente como expresión de vida y vida
paradisiaca: el delicioso dromedario amarillo de tan elegante cuello y el
expresionista oso rojo, de un trazado lleno de poder. O el elefante atigrado,
surrealista, con su juguetona trompa que tanto fascinó a esos siglos medios.
El pintor lo ha transpuesto «picassianamente» con mayor atrevimiento aún que
como lo pintó el de Valcabado, o quizás nunca lo había visto: ni siquiera en
una de esas telas que lo representaban con tanto realismo, tal y como podemos
comprobarlo en la que se conserva en San Isidoro de León, y plasmó aquí su
sueño. El animal poseía su leyenda de castidad e inocencia; pero, luego, aquí
se le cargó con la torre o el castillo románicos sin duda aunque en relación
con ellos aparecía ya como peón en los ajedreces orientales: la tienda en que a
su lomo viajaban los príncipes, y se convirtió en el símbolo de la fortaleza.
¿Y qué
quiere decir este anciano con yelmo y un pesado escudo árabe? Es inquietante y
misterioso. ¿Es un cristiano obligado a servir en las filas islámicas o un
centinela de frontera que ha envejecido en el oficio? ¿O es un estereotipado y
a la vez cotidiano «luctator», que está ahí para recordar que la vida es lucha,
y la calvicie, el símbolo de la fidelidad?
Los mismos
toros del zócalo, que están frente a la entrada, tienen o pueden tener también
distintas lecturas, aunque su lugar en esa zona inferior y su factura
resueltamente románica nos inclinan a ver en ellos un simbolismo instintual de
poderosos apetitos.
Al
principio, decía, fue una gruta entre encinas, y el agua, y un anacoreta o
morabito. Luego, creció aquí una palmera y hubo un bosque de columnas blancas y
animales exóticos y escenas lúdicas y de Génesis o paraíso. Y, allá arriba, un
espacio vacío, lugar sagrado de la presencia del Invisible y de su teofanía en
ese vacío. Pero insistamos: animales, árboles y agua. Y luz por las orientales
ventanas cuvas parejas sólo se encontrarán en el Al-Andalus islamizado: vida,
en suma. La vida, la luz y la alegría paradisiaca se concentran aquí como la
otra versión apocalíptica de los orientalizados cristianos de este
monasteriolo de Castilla. Porque no fue así en otras partes, en otros
«kibbutzs» mozárabes y fronterizos donde se escribieron y pintaron los Beatos,
que es preciso hojear en seguida para entender esta singularidad misma de San
Baudelio de Berlanga y el mensaje profundo de la Castilla oriental y
apocalíptica.
José Jiménez Lozano "Guía Espiritual de Castilla"