Productos de temporada: abril

Verduras y hortalizas: tirabeques, guisantes, zanahorias, nabos, cebollitas nuevas, habas, alcachofas, acederas, espinacas, espárragos, patatas nuevas, berros, lechugas.
Carnes y aves: cordero, cabrito, carnero, cerdo, ternera, conejo, cochinillo.
Pescados: salmón, merluza, trucha, rodaballo, lubina, lenguado, salmonetes, caballa, rape, calamares, cangrejos de río.
Frutas: fresas, peras, manzanas, plátanos, ruibarbo.

La Naturaleza en abril

En abril la Naturaleza ofrece a nuestra consideración

- Las calles se inundan de “pan y quesillo”.
- En las zonas costeras se acoplan los pavones.
- Los pájaros tienen crías y abundan los peces.
- Gritan las abubillas.
- Aparecen los murciélagos.
- Despiertan la culebra lisa y la víbora hocicuda.
- Nacen los alevines de los reos en los ríos cántabros.
- Amarillean los bosques con la retama y los amentos masculinos de algunos árboles.
- Se hinchan en celo las avutardas macho y hacen rueda en torno a las hembras.
- Regresan los abejarucos.
- Copula la víbora áspid.
- Pare la salamandra común.
- Se aparean los barbos en nuestros ríos.
- De los huevos que pusieron los saltamontes verdes surgen ahora unas ninfas devoradoras de pulgones.
- Los salmones emigran hacia el Atlántico Norte para madurar.
- Este mes deben de ser cubiertas las hembras de caballar y asnal.
- Florece el olivo.
- Se siembra el maíz en varias regiones españolas.
- Se extraen las raíces del secácul y se siembra la mandrágora.
- Florece la encina.
- Se despereza de su letargo el lirón gris.
- Copula la tortuga laúd para desovar después en las playas de Canarias.
- Regresan, envueltos en sus típicos chillidos, los vencejos mientras los aviones comunes construyen sus nidos de barro.
- Inundan la noche con sus cantos los ruiseñores.
- Florecen las rosas silvestres y encaña el trigo.
- Por la lluvia de abril se forman las perlas en las ostras.
- Comienza el periodo de reproducción de los lucios.
- Desovan las lochas en los cursos altos de los ríos.
- Incuban los martinetes en las riberas.
- Las cetonias sobrevuelan las flores.
- Se encelan las lagartijas ibéricas.
- Paren los topillos y los ratones.

Olla podrida

Generalizada en Castilla-La Mancha

La fórmula de la olla de Don Quijote aquí se presenta.

Nota: podrida tiene más que ver con poderida (poderosa, abundante, rica) que con el significado actual de la palabra. El origen tanto de esta fórmula como la más simplificada del cocido español tiene que ver con la adafina de los judios. Los critianos le añadieron el cerdo.

PRIMERA FÓRMULA
Dentro de una olla de buenas dimensiones, se colocan los siguientes ingredientes: 750 gr de morcillo de vaca, 1/2 Kg de añojo, 1/2 Kg de pierna de carnero, una morcilla de cebolla, jamón a discreción (una punta), un buen trozo de panceta, una gallina troceada, un pato despellejado y troceado, una perdiz, un seso (este se echará media hora antes de servir el plato), higadillos y mollejas de ave, puerros, nabos, zanahorias, cebolla, apio y una ramita de azafrán. Se pone todo con agua hasta cubrir los ingredientes relacionados y se deja cocer lentamente, espumándolo de vez en cuando. Cuando empieza a hervir se le añade sal al gusto y garbanzos que previamente se habrán tenido en remojo desde una noche antes. Se vuelve a dejar hervir lentamente durante dos horas. Quince minutos antes de separarlo de la lumbre se le añade medio repollo. Esta Olla podrida se servía en varios platos, separando carnes y sabores, adornándose con ensaladas de lechuga, tomate, pimientos rojos y cebolletas.

SEGUNDA FÓRMULA
En la primera fórmula, la cantidad de ingredientes que lleva es para dar de comer a medio regimiento y ello puede inducir a error al ama de casa que no sabría calcular la cantidad necesaria para cuatro personas, que es la cantidad de comensales que nosotros hemos tomado como base para nuestras recetas. Aclarado este término, ahí va la segunda fórmula de este tradicional plato manchego nombrado por Cervantes al mencionar las costumbres alimenticias de Alonso Quijano al decir: «Olla de algo más vaca que carnero...».

Ingredientes: 150 gr de cerdo, otro tanto de carne de añojo o vaca, 100 gr de chorizo, un trozo de tocino entreverado, 1/2 Kg de garbanzos puestos en remojo con anterioridad, 200 gr de judías blancas ya remojadas. Tiempo de cocción: dos horas.
Se llena una olla de agua, dejando un espacio libre para todos los ingredientes. Se pone al fuego y cuando hierve, se van echando los ingredientes arriba indicados, menos las judías. Al cabo de un rato de cocción y después de sacar cuidadosamente la espuma que se forma en la superficie, se le pone un poco de sal. Se deja que vaya cociendo lentamente y cuando falta una hora para terminar la cocción se añaden las judías blancas remojadas.
A las tres horas de cocción, se retira la olla del fuego, se cuela el caldo con el que se prepara la sopa de pasta que más guste (fideos, estrellitas), y se sirve seguida del contenido de la olla bien colocada en una fuente grande.
Unos trocitos de calabaza finamente cortados y echados en la olla media hora antes de retirar todo del fuego le da muy buen gusto.
También se le pueden incorporar unos trozos de patatas.

TERCERA FÓRMULA
Ingredientes: Una oreja de cerdo, 3 patas de cerdo, una gallina, 1 kg de carnero, 1/2 kg de garbanzos, 200 gr de alubias blancas, un buen trozo de jamón serrano, 6 zanahorias, 6 patatas, 2 nabos, 3 chorizos, 3 tomates, 3 cebollas, 6 cebolletas, una cabeza de ajos, 100 gr de arroz, una docena de setas o níscalos, salsa de tomate, sal y agua.
Se ponen a hervir todos los ingredientes, menos el arroz y las setas.
Se toma primero, con caldo del guiso y el arroz, sopa de arroz y setas picadas. Después, se toman los chorizos con las verduras. A continuación la carne, jamón, la gallina y el trozo de carnero. Luego los garbanzos, con salsa de tomate, oreja y pata.

Cunqueiro o lobo e o carballo máis vello

O LOBO - Díxome esto Penelas do Couto: Para que un lobo se quede nunha comarca que non é a do seu natío, denantes de facer cama vai falar co carballo máis vello que haxa por alí. O lobo trata de vostede ó carballo, pero o carballo tutea ó lobo. O lobo acaróase ó carballo, frégalle o fuciño para espertalo, e pregúntalle, ó acaso, por xentes diversas: -¿E o xastre? ¿E pasou un coxo? ¿Vostede mirou un de polainas? ¿Ían dúas mulleres cunha galiña? O lobo non pode pronunciar nomes de cristiáns: Pedro, Xosé, Roque, Antón, Edelmiro... disque Noso Señor Xesucristo andou polomundo. Cando o lobo acerta a dicir alguén que o carballo viu pasar, o carballo asina, e entón o lobo pregúntalle se viu pasar o lobo. Se o carballo di que si, o lobo procura cama na comarca. Xa sabe que hai comida e escondite. O carballo nunca mente... Álvaro de Cunqueiro: Escola de menciñeiros e Fábula de varia xente (1960)


Una linea, un poema

Los lectores españoles no pueden disfrutar de escritores como E. J. Gonatás (1924-2006) quien es capaz de condensar la esencia poética en un poema que consta de un solo verso: "Paciencia. Cuajará la lágrima, se convertirá en isla".

Oda: intuiciones de inmortalidad en los recuerdos de la niñez de William Wordsworth

       X
“What though the radiance which was once so bright
Be now for ever taken from my sight,
Though nothing can bring back the hour
Of splendour in the grass, of glory in the flower;
We will grieve not, rather find
Strength in what remains behind;
In the primal sympathy
Which having been must ever be;
In the soothing thoughts that spring
Out of human suffering;
In the faith that looks through death,
In years that bring the philosophic mind.”
W. Wordsworth
X
"Aunque el resplandor que brilló tanto un día
esté ahora para siempre lejos de mis ojos,
aunque nada pueda devolverme el instante
del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores,
en vez de llorar, saquemos
fortaleza de todo lo que vimos,
de esa primordial simpatía
que existió entonces y siempre existirá;
del pensamiento en calma que surge
del sufrimiento humano,
de la fe que es capaz de mirar a través de la muerte
y de los años que forjan la mentalidad meditativa."
(Traducción: Ángel Rupérez)


Frases de G. García Márquez



  • "Escribo para que mis amigos me quieran."
  • "La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y como la recuerda para contarla."
  • Le dijo su abuelo el coronel Márquez: - "No sabes lo que pesa un muerto"
  • Los crepúsculos

    Recibían el nombre de prima fax las primeras horas de la noche, cuando, por haberse puesto ya el sol, empezaba a ser precisa la luz de las antorchas. Según SERVIO (ad Aen. III, 587) la noche se dividía en crepusculum, quod et Vesper; fax, quo limina incendunt; intempesta, i. e., media; concubium, quo nos quieti damus; gallicinium, quo galli cantant; conticinium; post cantum gallorum silentium; aurora vel crepusculum matutinum.

    La Capilla Sixtina de Castilla (San Baudelio de Berlanga)


    CASTILLA se va entretejiendo, como ocurre con España entera, sobre un cañamazo cultural muy complejo, pero en el que destaca de manera singular el fragor de las luchas con los islámicos y las largas paces en convivencia con ellos. «Del neolítico a los almohades, la presencia frecuentemente agresiva de África es un dato tan fundamental para la geografía como para la historia hispánicas», ha escrito con toda lucidez Jacques Fontaine. Y, por fuerza y por dentro, la historia y el alma colectivas, los sentires, pensares y vivires de Castilla son, ciertamente, fronterizos; y, para adentrarnos en ellos, hay que pasar por un arco de herradura. Tomás de Aquino, en su espléndida madurez espiritual, se paraba ante las puertas y dudaba un tanto antes de traspasar su umbral, porque una puerta que se abre es siempre un «novum» lo que promete a nuestros ojos y nos exige su comprensión. En este caso, la de Castilla como Oriente, antes de convertirse, luego, en un país románico y europeo; si es que llega a ser esto último, que éste es otro cantar y otro cuento, como decía Kippling, que habrá que contar más adelante.

    Lo que hay que decir, ahora, es que en esta frontera, bélica, unas veces; y pacífica, otras, entre islámicos y cristianos, hay atalayas y almenaras o alcázares: es decir, palacios o campamentos militares; y hay también almunias o jardines, o «huelgas»; pero, sobre todo, es­tán ahí los «kibbutzs» o asentamientos fronterizos, escondidos en un valle, tras un soto, cobijados por cualquier otro repliegue geológico. Son lugares de resistencia espiritual, pero, a la vez, asimilados en cierta manera a los modos de ser y de vivir de aquellos a quienes se resiste: los islámicos. Es decir, lugares de osmosis entre los hermanos enemigos. Y desconciertan, pero quizás son ellos las claves de toda una existencia como la castellana y de su historia espiritual y más profunda. Esa historia que, en San Millán de la Cogolla o en San Baudelio de Berlanga —y así será en todas partes— comienza como un cuento oriental: con un manantial de agua fresca y una gruta, y unos árboles en torno. Y un ermitaño o morabito que allí habita, naturalmente.

    El paisaje en que, ahora, se alza San Baudelio es realmente este­pario y eremítico: un pelado y pardo alcor cuyas tonalidades van del ocre rojo al amarillo, blancas manchas calizas y el verdor de matojos enanos. Pero no evoquemos, en seguida y sin más, a los Padres del Yermo; aquí, hubo árboles: encinas exactamente, y agua, que todavía puede verse correr hacia el pequeño valle. Los monjes o, más bien, eremitas, que, aquí buscaban a Dios en el desasimiento y la nada, vivían en medio de un bosquecillo y siquiera bajo la parva umbría tan ascética de la hoja de encina. Y, aunque nadie lo diría, ahora, al contemplar externamente este recinto cuadrangular que se prolonga en una especie de ábside igualmente cuadrado y gris, una vez atravesada la puerta de herradura, aquí es verdaderamente el paraíso, una almunia sagrada, el Edén.

    El edificio está concebido como un gran árbol de piedra, cuyas ramas sostienen el cobijo de la techumbre: son los nervios en que se despliega una columna que se abre en arcos de palmera y muestra su blanco tronco salpicado de rudos puntos rojos, como en un sarpu­llido de vida, un goteado de Pollock.

    ¿Y qué hace, aquí, una palmera, a orillas del Escalóte, en este clima riguroso? Es pura teología, un símbolo paradisiaco: la sombra y la frescura tras el arduo caminar que es la vida; el canto tranquilo de celestes pájaros que anidan en ella, la dulzura de los dátiles y el ruido que hace el ventalle al entrechocar sus hojas suavemente des­pués de tanto estruendo que es la historia y de tanto amargor que da el ser hombre. Es un oasis y un refrigerio, pero también una escala hacia lo Alto. Es el árbol sagrado de los antiguos mesopotámicos y está específicamente bendecido en el Corán, pero la Biblia misma hace de ella la figura del justo:

    «El justo florecerá como palmera.»

    «Feliz el hombre que confia en Yahvé y del que Yahvé es su esperanza.

    Es como un árbol plantado al borde del agua, que extiende sus ramas hacia la corriente.

    No teme cuando llega el calor, su follaje permanece siendo verde, y, en año de sequía, está sin inquietud.

    (Jeremías, 17, 7-8)



    En el Beato de Valcabado —en seguida vamos a abrir estos li­bros que llevan el extraño nombre de Beatos y son los grandes libros que Castilla ha dado al mundo, como este monasteriolo es su Sixtina— una palmera da acogida y sombra a los bienaventurados que bajo ella se abanican, o, agitando palmas, vitorean eternamente la gloria del Cordero.

    El paraíso se ha soñado siempre con estas imágenes de solaz y de belleza, con visiones de extrañas y lejanas ínsulas pobladas de árbo­les exóticos y aves de brillantes rojos y verdes, azules o amarillos en sus plumajes, que cantan o parlotean, o en ensoñaciones de puertas de oro, jaspe u ónice, de las que se habla en el Apocalipsis; pero, ante todo, es un jardín y un frescor.

    En otro Beato —el de Gerona— hay también otra viñeta de una palmera que es sangrada por dos campesinos para recoger de ella vino de palma. Y eran cristianos arabizados los que habían visto realizar estas tareas o sabían cómo se llevaban a cabo de todos mo­dos, o incluso las practicaban en las almunias de la costa levantina donde sabemos que se bebía «nabid» o vino de dátiles. ¿Y no se trata aquí, simplemente de trasponer en un plano artístico todo ese ejercicio agrícola, en estas latitudes tan frías en las que nos consta, sin embargo, que, aprovechando un abrigaño del terreno, se logra­ron aclimatar olivos, como en San Cebrián de Mazóte, por ejemplo? ¿Y acaso no era ese mismo ejercicio un símbolo de la vida edénica?

    Pero todo nos aparece más claro aún, si todavía contemplamos otra imagen del Beato «Justus ut palma florebit», que está en la Biblioteca Nacional de París, y en la que el justo asciende por la palmera en busca de sus dulces frutos. Su ascensión es claramente una mística subida a lo Alto, y, por cierto, está extraordinariamente enfatizada en este edén de San Baudelio: un jardín de delicias, un paraíso místico y oriental, al mismo tiempo.

    Bajo la gran palmera, una especie de mezquitilla —o minúscula iglesia copta, por su blanca alegría— o bosquecillo de pequeñas co­lumnas cilíndricas, sin capiteles y sólo con algunos adornos en los plintos, sostiene una alta plataforma, tribuna o apartamiento en lo alto al que se sube por una escalerilla, que muy probablemente fue en un principio una escala de mano, de también claro significado místico en todo el Oriente, que se retiraba una vez utilizada; y aun­que a ese apartamento pudiera accederse al mismo tiempo por una puerta exterior al recinto, que hoy se encuentra al ras de la eleva­ción del terreno que circunda a la ermitilla.

    En esta tribuna o estancia, ya a medio camino del follaje del árbol y de su misterio celestial, se encuentra una capillita, casi como un «kiosko» o nicho, deliciosamente decorada con pinturas románi­cas: una Virgen flanqueada por dos personajes, y, en un lateral, un estilizado lebrel. Una lucerna en arco de herradura vigila la entrada del recinto entero desde esa altura, y una balaustrada, como un ico­nostasio y como cubierta por un gran paño oriental de águilas y leones inscritos en círculos, realizaría la separación sagrada o velaría lo recoleto de la oración o de la celebración litúrgica, allá arriba.

    Pero, todavía más arriba, hay aún otra estancia última y supre­ma, entre los brazos mismos de la pétrea palmera, en lo más alto del ascenso místico. Es como una cilindrica linterna, ciega y aislada, de sólo un metro de diámetro, y rematada en una cupulilla de seis ner­vios: como un «mihrab». Se ha supuesto que se trataría de un lugar a trasmano, no fácilmente visible, donde poner a buen recaudo los libros o vasos sagrados en este «kibbutz» fronterizo del Duero, un espacio geográfico que no va a ser definitivamente conquistado sino a principios del XII por Alfonso I de Aragón y que continuará sien­do un bastión débil, largo tiempo después. Pero es mucho más pro­bable que fuera una celdilla de eremita estilita y solitario, que en Celanova o en San Miguel de Escalada vivía en sus ábsides laterales; es decir, la última estancia del «justus», que ha llegado a la cima mística o prosigue allí su lucha en soledad total. O, al fin y al cabo, es precisamente un «mihrab» donde nada había y nadie habitaba, símbolo de la ascensión suprema e inalcanzable; presencia de lo Alto, que, en lo alto de la palmera o escala del paraíso, se revela: allí donde no hay nada y sólo es el vacío y el silencio; la morada de Cristo, como en «El manuscrito de las tres palomas» donde aparece en su mandorla o almendra sagrada, rodeado de pájaros, en la copa de un cedro.

    Y, de todas maneras, este lugar es una lámpara de iluminación interior: el otro cabo, en lo alto, junto al cielo, de la parábola espiri­tual que aquí se expresa y que, como decía, comienza en la gruta que allá abajo, dentro de la mezquitilla, se adentra en la tierra hacia el sur del edificio y sería la morada del primer anacoreta: la raíz del árbol junto al agua. Raíz nutricia y brazos frondosos cargados de frutos, la tiniebla y la luz, lo bajo y lo alto, la escala y el ocultamiento, la ausencia total de cualquier cosa o criatura en medio del árbol sagrado.

    Pero los muros están pintados, naturalmente. ¿Cómo, si no, sería un edén este recinto? Y hay dos claras y netas series de pinturas: unos bellos frescos románicos con escenas evangélicas, y las pinturas bajas o mozárabes; incluso si hay quienes ven en ellas rastros de una estética y de técnicas romanizadas. De unas y otras sólo quedan restos, o sólo la impronta de las pinturas que fueron arrancadas: una impronta como un grito de desgarro, pero también como el resplan­dor de la belleza que ilumina este paraíso.

    Las pinturas altas narran la vida entera de Jesús desde Belén, donde es adorado por los Magos, hasta su muerte y sepultura; pero hay, entre ellas, dos escenas que priman por su singularidad: la re­surrección de. Lázaro de la que es testigo un tonsurado —lo que implica una teología muy explícitamente eclesiológica— y las bodas de Caná, donde Jesús aparece sentado entre los novios ante una mesa llena de viandas y junto a la cual un sirviente escancia el vino; lo que también implica una versión teológica del hecho, que va más allá del relato evangélico y se torna didáctica. ¿O es la pura expre­sión de la alegría de los alimentos y del bendecido amor humano?

    En la pintura del ábside lo que nos sorprende no son las imá­genes de San Baudelio y de San Nicolás, o la Paloma, símbolo del Espíritu Santo, o las apenas reconocibles de Jesús y la Magda­lena en un lateral, sino el enigmático animal que está pintado bajo la ventanita abocinada. ¿Qué es: un ibis o un pelícano? La inter­pretación del pelícano es arriesgada no sólo porque su simbólica eucarística —el pelícano se sacrificaría a sí mismo para alimentar a sus polluelos— es más tardía e igualmente más tardías son la interpretación enfáticamente sacrificial de la Eucaristía y la mis­ma reserva eucarística, sino porque aquí faltan los polluelos y el escorzo del ave sagrada del antiguo Egipto está acentuadamente di­bujado.

    Pero las que primordialmente nos subyugan son las pinturas bajas o mozárabes que constituyen, por así decirlo, el paisaje de este paraíso a la sombra de la palmera: un cazador de ciervos, que ya ha dado en el blanco y dispara de nuevo su arco; otro cazador, que, montado en su caballo, azuza a sus tres lebreles contra dos pequeñas gacelas, y un caballero con halcón. Lleva espada y sombrero, y un manto rojo. En contraste con las otras dos escenas venatorias, abso­lutamente dinámicas, aquí el cazador está sorprendido en estática posición; pero los tres frescos de caza ofrecen una simbólica escatoló- gica y paradisiaca, precisamente porque hay tanta vida en ellos.

    No ocurre lo mismo, sin embargo, con las águilas y leones ence­rrados en medallones que, como se dijo, están pintados en la balaus­trada de la tribuna. Estos animales son la copia de un tejido oriental y ahí están dibujadas unas presillas o lazos para dar a entender inequívocamente que éste es, en efecto, el bordado de un tapiz o lienzo tendido sobre el muro: una decoración principesca. Y ésto, aunque tampoco dejen de ofrecer una alegoría muy clara: el águila es el símbolo de la contemplación de las realidades eternas, y el león lo es de la resurrección y de la fuerza. El águila acostumbra a sus polluelos a volar alto y a mirar al sol, cara a cara, y aborrece a los que no son capaces de sostener su fulgor. El león insufla con su lengua el hálito de la vida en la boca de sus cachorros muertos para resucitarlos.

    Pero volvamos a los otros animales, que, como los del Arca de Noé del Beato de Valcabado, están ahí primordialmente como ex­presión de vida y vida paradisiaca: el delicioso dromedario amarillo de tan elegante cuello y el expresionista oso rojo, de un trazado lleno de poder. O el elefante atigrado, surrealista, con su juguetona trom­pa que tanto fascinó a esos siglos medios. El pintor lo ha transpuesto «picassianamente» con mayor atrevimiento aún que como lo pintó el de Valcabado, o quizás nunca lo había visto: ni siquiera en una de esas telas que lo representaban con tanto realismo, tal y como pode­mos comprobarlo en la que se conserva en San Isidoro de León, y plasmó aquí su sueño. El animal poseía su leyenda de castidad e inocencia; pero, luego, aquí se le cargó con la torre o el castillo románicos sin duda aunque en relación con ellos aparecía ya como peón en los ajedreces orientales: la tienda en que a su lomo viajaban los príncipes, y se convirtió en el símbolo de la fortaleza.

    ¿Y qué quiere decir este anciano con yelmo y un pesado escudo árabe? Es inquietante y misterioso. ¿Es un cristiano obligado a servir en las filas islámicas o un centinela de frontera que ha envejecido en el oficio? ¿O es un estereotipado y a la vez cotidiano «luctator», que está ahí para recordar que la vida es lucha, y la calvicie, el símbolo de la fidelidad?

    Los mismos toros del zócalo, que están frente a la entrada, tienen o pueden tener también distintas lecturas, aunque su lugar en esa zona inferior y su factura resueltamente románica nos inclinan a ver en ellos un simbolismo instintual de poderosos apetitos.

    Al principio, decía, fue una gruta entre encinas, y el agua, y un anacoreta o morabito. Luego, creció aquí una palmera y hubo un bosque de columnas blancas y animales exóticos y escenas lúdicas y de Génesis o paraíso. Y, allá arriba, un espacio vacío, lugar sagrado de la presencia del Invisible y de su teofanía en ese vacío. Pero insistamos: animales, árboles y agua. Y luz por las orientales venta­nas cuvas parejas sólo se encontrarán en el Al-Andalus islamizado: vida, en suma. La vida, la luz y la alegría paradisiaca se concentran aquí como la otra versión apocalíptica de los orientalizados cristia­nos de este monasteriolo de Castilla. Porque no fue así en otras par­tes, en otros «kibbutzs» mozárabes y fronterizos donde se escribie­ron y pintaron los Beatos, que es preciso hojear en seguida para entender esta singularidad misma de San Baudelio de Berlanga y el mensaje profundo de la Castilla oriental y apocalíptica.


    José Jiménez Lozano "Guía Espiritual de Castilla" 

    A la luz de la Candela de José Jiménez Lozano

    "A las pinturas de cosas, que también se llamarían luego “naturalezas muertas” o “bodegones” en su caso cuando se pintan cocinas, despensas o salas de yantar, que son muy otra clase de pinturas, se las denominó primero “pinturas de silencio” o “pinturas calladas” o “quedas”, y el pintor parece haberlas puesto ahí, ante nuestros ojos, como para entregarnos el estar en el mundo en el mundo con su fragilidad de cosa

    Las cosas, en estas pinturas, están ahí, solas en su soledad de cosas. Aunque en esa su soledad misma, simplemente por ser cosas, tienen memoria de hombre, de tacto de unas manos o unos labios de hombre, y ellas mismas, al separarse, han dejado en el hombre huella: quizás sólo un rasguño en el alma, pero puede ser que también un gran boquete. Y hay otras cosas que parece que esperan acompañar y ser acompañadas, y tienen una soledad de espera.

    Pero también están las cosas que son “desechos”, cosas raídas, gastadas, destruidas, “andrajos del tiempo” que dice un verso de John Donne; sin brillo ya, deshilachándose, con la señal roja de la herrumbre: pañizuelos, platos, palmatorias, candiles, un cobre, un cuenco de madera, una jarrita de barro, un vidrio quebrado, un arconcillo, pluma y papel para escribir, unas despabiladeras antiguas, un cabo de vela en su consumación extrema, un trozo de lacre, un vestido que encogió de pronto, o se rasgó. Y están, en fin, las cosas encontradas que son nada pero nos encandilan; y el caso que quien mira esas “pinturas calladas” o “pinturas de cosas” es arrastrado a su mundo también callado, aunque hay pinturas de cosas de cosas” que no son tan calladas, como por ejemplo, el bodegón de los barquillos de Baugin, o el bodegón del cardo de Sánchez Cotán, o el bodegón de los cacharros de Zurbarán y éstos hablan, pero mucho más otros que están realmente incluidos en cuadros como parte de ellos.

    ¿Se acabó el silencio de esta pintura de cosas en nuestro mundo, porque no se encuentran, para pintarlas, las que son lo suficientemente pequeñas y humildes como para que la belleza las envuelva, aunque sea con su ausencia? No, pero lo cierto es que la relación profunda del hombre con las cosas, y de éstas con él, se ha roto. El hombre de nuestro tiempo quizás ya no quiere o se ha resignado a no tener cosas, porque, en general está rodeado de demasiados objetos absolutamente indiferenciados e idénticamente repetibles. Están hechos o fabricados ya con una indiferenciación objetiva: cántaro añadido a cántaro, plato a plato, como una inmensa repetición de lo mismo, día a día, objeto a objeto, que es el mismo objeto repetido y multiplicado, no cosa. Aunque, naturalmente, mientras haya hombres habrá cosas y recuerdos y silencios ante ellas. Y pinturas quedas, porque habrá un pañizuelo, un vaso de agua, una carta y un lirio. Y esto significará algo para alguien."
    A la luz de la Candela
    José Jiménez Lozano 

    (Publicado en El Adelantado de Segovia y escuchado en una conferencia en la Fundación March)

    EL CONDE SISEBUTO (Joaquín Abatí Díaz)


    A cuatro leguas de Pinto 
    y a treinta de Marmolejo, 
    existe un castillo viejo
    que edificó Chindasvinto. 

    Perteneció a un gran señor
    algo feudal y algo bruto; 
    se llamaba Sisebuto, 
    y su esposa, Leonor, 

    y Cunegunda, su hermana, 
    y su madre, Berenguela, 
    y una prima de su abuela
    atendía por Mariana. 

    Y su cuñado, Vitelio, 
    y Cleopatra, su tía, 
    y su nieta, Rosalía, 
    y el hijo mayor, Rogelio. 

    Era una noche de invierno, 
    noche cruda y tenebrosa, 
    noche sombría, espantosa, 
    noche atroz, noche de infierno, 

    noche fría, noche helada, 
    noche triste, noche oscura, 
    noche llena de amargura, 
    noche infausta, noche airada. 

    En un gótico salón
    dormitaba Sisebuto, 
    y un lebrel seco y enjuto
    roncaba en el portalón. 

    Con quejido lastimero
    el viento fuera silbaba, 
    e imponente se escuchaba
    el ruido del aguacero. 

    Cabalgando en un corcel
    de color verde botella, 
    raudo como una centella
    llega al castillo un doncel. 

    Empapada trae la ropa
    por efecto de las aguas, 
    ¡como no lleva paraguas
    viene el pobre hecho una sopa! 

    Salta el foso, llega al muro, 
    la poterna está cerrada. 
    -¡Me ha dado mico mi amada! 
    -exclama-. ¡Vaya un apuro! 

    De pronto, algo que resbala
    siente sobre su cabeza, 
    extiende el brazo, y tropieza
    ¡con la cuerda de una escala! 

    -¡Ah!... -dice con fiero acento. 
    -¡Ah!.. -vuelve a decir gozoso. 
    -¡Ah!.. -repite venturoso. 
    -¡Ah!.. -otra vez, y así, hasta ciento. 

    Trepa que trepa que trepa, 
    sube que sube que sube, 
    en brazos cae de un querube, 
    la hija del conde, la Pepa. 

    En lujoso camarín
    introduce a su adorado, 
    y al notar que está mojado
    le seca bien con serrín. 

    -Lisardo ... mi bien, mi anhelo, 
    único ser que yo adoro, 
    el de los cabellos de oro, 
    el de la nariz de cielo, 

    ¿qué sientes, di, dueño mío?, 
    ¿no sientes nada a mi lado?, 
    ¿que sientes, Lisardo amado? 
    Y él responde: -Siento frío. 

    -¿Frío has dicho? Eso me espanta. 
    ¿Frío has dicho? eso me inquieta. 
    No llevarás camiseta
    ¿verdad?... pues toma esa manta. 

    -Ahora hablemos del cariño
    que nuestras almas disloca. 
    Yo te amo como una loca. 
    -Yo te adoro como un niño. 

    -Mi pasión raya en locura, 
    si no me quieres, me mato
    . -La mía es un arrebato, 
    si me olvidas, me hago cura. 

    -¿Cura tú? ¡Por Dios bendito! 
    No repitas esas frases, 
    ¡en jamás de los jamases! 
    ¡Pues estaría bonito! 

    Hija soy de Sisebuto
    desde mi más tierna infancia, 
    y aunque es mucha mi arrogancia, 
    y aunque es un padre muy bruto, 

    y aunque temo sus furores, 
    y aunque sé a lo que me expongo, 
    huyamos... ¡vamos al Congo! 
    a ocultar nuestros amores. 

    -Bien dicho, bien has hablado
    , huyamos aunque se enojen, 
    y si algún día nos cogen, 
    ¡qué nos quiten lo bailado! 

    En esto, un ronco ladrido
    retumba potente y fiero. 
    -¿Oyes? -dice el caballero-,
    es el perro que me ha olido. 

    Se abre una puerta excusada
    y, cual terrible huracán, 
    entra un hombre..., luego un can... 
    luego nadie..., luego nada... 

    -¡Hija infame! -ruge el conde. 
    ¿Qué haces con este señor? 
    ¿Dónde has dejado mi honor? 
    ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde? 

    Y tú, cobarde villano, 
    antipático, repara
    cómo señalo tu cara
    con los dedos de mi mano. 

    Después, sacando un puñal, 
    de un solo golpe certero
    le enterró el cortante acero
    junto a la espina dorsal. 

    El joven, naturalmente, 
    se murió como un conejo. 
    Ella frunció el entrecejo
    y enloqueció de repente. 

    También quedó el conde loco
    de resultas del espanto, 
    y el perro... no llegó a tanto, 
    pero le faltó muy poco. 

    Desde aquel día de horror
    nada se volvió a saber
    del conde, de su mujer, 
    la llamada Leonor, 

    de Cunegunda su hermana, 
    de su madre Berenguela, 
    de la prima de su abuela
    que atendía por Mariana, 

    de su cuñado Vitelio, 
    de Cleopatra su tía, 
    de su nieta Rosalía
    ni de su chico Rogelio. 

    Y aquí acaba la leyenda
    verídica, interesante, 
    romántica, fulminante, 
    estremecedora, horrenda, 

    que de aquel castillo viejo
    entenebrece el recinto, 
    a cuatro leguas de Pinto
    y a treinta de Marmolejo              

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