En el libro “Los Baroja”, Julio Caro Baroja recuerda el
Barrio de Argüelles de hace cien años:
“La parte del
barrio de Argüelles más próxima a la plaza de España era, allá entre 1920 y
1925, una barriada con su personalidad propia, en la que las familias se
conocían o, por lo menos, sabían quiénes eran. Las calles estaban formadas en
gran parte por hotelitos, hechos ya en la segunda mitad del siglo XIX, propiedad de aristócratas no siempre adinerados y de burgueses
de cierta posición. A la puerta de las mansiones más aristocráticas solían
verse viejos porteros de librea, con patillas como las que llevaba don Tomás
Luceño el sainetero, y a veces también, mayordomos asturianos y montañeses,
altos, gruesos, bien cuidados, terribles donjuanes para el gremio de las
doncellas, cocineras y niñeras. Estas casas disponían también de cocheros y
lacayos y yo tengo una clara sensación de las noches de fines de primavera y
comienzos de verano, cuando los coches volvían calle de Mendizábal arriba, y se
oía el pisar de los caballos sobre el pavimento de piedra.
Por las mañanas y
atardeceres llegaban las grandes carretas tiradas por bueyes con los carros de
jara para los hornos de las panaderías y la circulación de automóviles era aún
limitada: los ruidos callejeros distintos a los de hoy. Al pasar por mi calle,
sobre todo al mediodía, podía oír perfectamente al loro del conde de Torrepalma
repetir una y otra vez su frase favorita: «¡Ana, dame café!». O dar las cinco
primeras notas de la Marcha Real. Podía oír también los gritos de la perdiz del
zapatero Manini y durante los primeros días del verano, el canto de los grillos
en los patios. Entonces los pueblos entraban en Madrid; ahora es Madrid el que
entra en los pueblos de alrededor. Los mismos chismes del barrio eran un poco
pueblerinos.
Se sabía en la
vecindad que la duquesa que vivía junto a nuestra casa andaba muy mal de
dinero; que, en cambio, la marquesa de más abajo lo tenía en abundancia y que
el conde de enfrente estaba dominado por su mujer. Se podía seguir, día por
día, el proceso de los amores de unos novios que se hablaban por señas, ella
desde un tercer piso, él desde la acera, y teníamos noticia de las pasiones de
una viuda muy castiza, de buen ver, pero ya cuarentona, que algunas noches de
verano salía con su mantón, dispuesta a disfrutar de las verbenas, en compañía
de un mocito pinturero. Y digo que «teníamos» noticia porque yo me enteraba de
todo esto oyendo a las muchachas de casa que lo comentaban entre ellas, o acaso
alguna vez con mis padres: delante de mi abuela tales comentarios no eran
comunes, porque su moral rigorista le prohibía hacer comentarios concretos
acerca de vidas ajenas. Siempre había sido así, pero con la vejez la tendencia
puritana se le exageró y hubo de privarse de las pocas distracciones que le
habían atraído. Una de ellas había sido el teatro dramático.”
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