ASÍ FUE COMO LA BALLENA SE HIZO CON SU
GARGANTA
Había una vez, mi niño querido, una ballena
que vivía en el mar y comía peces. Comía lubinas y sardinas, salmones y
camarones, Cangrejos y abadejos, a los meros y a sus compañeros, comía jureles
y verdeles y hasta a la en verdad retorcida y escurridiza anguila se comía. A
todos los peces que en el mar podía encontrar se los comía con la boca -¡así!
Hasta que al fin sólo quedó en el mar un pececillo, y era un pececillo astuto
que nadaba un poco por detrás de la oreja derecha de la ballena para no correr
peligro. Entonces la ballena se irguió sobre su cola y dijo:
-Tengo hambre.
Y el astuto pececillo dijo con astuta
vocecita:
-Noble y generoso cetáceo, ¿has probado
hombre alguna vez?
-No -respondió la ballena-. ¿A qué sabe?
-Rico -dijo el pececito astuto-. Está bueno,
aunque correoso.
-Entonces tráeme algunos -dijo la ballena, y
de un coletazo levantó una montaña de espuma.
-Con uno cada vez es bastante -dijo el pez
astuto-. Si nadas hasta la latitud de Cincuenta Norte y la longitud de Cuarenta
Oeste -es mágica- encontrarás, sentado sobre una balsa, en medio del mar,
llevando sólo unos pantalones de lona azul, unos tirantes -no has de olvidar los
tirantes, mi niño querido- y una navaja, a un marinero náufrago, que, he de
prevenirte, es hombre de sagacidad y recursos infinitos.
Así que la ballena nadó y nadó, tan deprisa
como pudo, hasta la latitud Cincuenta Norte y longitud Cuarenta Oeste, y sobre
una balsa, en medio del mar, llevando sólo unos pantalones de lona azul, unos
tirantes -has de recordar especialmente los tirantes, mi niño querido- y una
navaja, vio a un marinero solo, náufrago y solitario que, con los dedos de los
pies, iba haciendo surcos en el agua. (Tenía permiso de su mamá para ir a
remar, o si no jamás lo habría hecho, porque era un hombre de sagacidad y
recursos infinitos).
Entonces la ballena abrió la boca más y más y
más atrás hasta casi tocar la cola, y se tragó al marinero náufrago, y la balsa
sobre la que estaba sentado, y los tirantes -que no debes olvidar- y la navaja.
Se lo tragó todo y lo metió en sus armarios interiores, cálidos y oscuros,
luego se relamió los labios... así, y dio tres vueltas sobre la cola.
Pero tan pronto como el Marinero, que era
hombre de sagacidad y recursos infinitos, se encontró de verdad en los armarios
interiores, cálidos y oscuros de la ballena, empezó a pisotear y a saltar, a
aporrear y a chocar, a brincar y a bailar, a golpear y a retumbar, y golpeaba y
mordisqueaba, saltaba y se arrastraba, merodeaba y aullaba, saltaba a la pata
coja y abajo se venía, gritaba y suspiraba, gateaba y vociferaba, andaba y
brincaba, y bailaba danzas marineras donde no debía, y la ballena se sintió muy
mal de verdad (¿Has olvidado los tirantes?)
Así pues, le dijo al pez astuto:
-Este hombre es muy correoso y además me da
hipo. ¿Qué hago?
-Dile que salga -contestó el pez astuto.
Entonces la ballena, dirigiéndose por su
propia garganta hacia sus entrañas, gritó al marinero náufrago:
-Sal fuera y compórtate. Tengo hipo.
-¡Ni hablar! -respondió el marinero-. De eso
nada, sino todo lo contrario. Llévame a mi tierra natal y a los blancos
acantilados de Albión, y lo pensaré.
Y empezó a bailar más que nunca.
-Sería mejor que lo llevaras a casa -le dijo
a la ballena el pez astuto-. Debí haberte advertido que es un hombre de
sagacidad y recursos infinitos.
Así que la ballena nadó, nadó y nadó, con las
dos aletas y la cola, y con toda la fuerza que el hipo le permitía. Al fin vio
la tierra natal del marinero y los blancos acantilados de Albión, se lanzó
hasta la mitad de la playa y abrió la boca más y más, de par en par, y dijo:
-Transbordo para Winchester, Ashuelot,
Nashua, Keene y las estaciones de Fitchburg Road. Y justo cuando dijo Fitch el
marinero salió andando de su boca. Pero mientras la ballena había estado
nadando, el marinero, que era, en verdad, una persona de sagacidad y recursos
infinitos había cogido la navaja y cortado la balsa convirtiéndola en una reja
cuadrada con los tablones todos bien cruzados y la había atado firmemente con
los tirantes (¡ahora ya sabes por qué no tenías que olvidarte de los tirantes!)
y la arrastró bien sujeta hasta la garganta de la ballena y ¡allí quedó
empotrada! Entonces recitó el siguiente Sloka, que, como no lo conoces, pasaré
a relatarte:
Por medio de un enrejado
con tu tragar he terminado.
Pues el marinero era, además, de la Hibernia.
Y salió andando por los guijarros de la playa y se fue a casa con su madre que
le había dado permiso para hacer surcos en el agua con los dedos de los pies, y
se casó y vivió feliz desde entonces. También se casó y fue feliz la ballena.
Pero desde aquel día, la reja de la garganta, que no podía expulsar tosiendo ni
tragar, no le permitía comer más que pececillos muy, muy pequeños, y por eso
hoy día las ballenas no comen nunca hombres, niños, ni niñas.
El pececillo astuto fue a ocultarse en el
barro, bajo los umbrales del ecuador porque tenía miedo de que la ballena
estuviera enfadada con él.
El marinero se llevó a casa la navaja. Cuando
salió y se puso a caminar por los guijarros de la playa llevaba puestos los
pantalones de lona azul. Los tirantes, como sabes, los dejó sujetando la reja.
Y aquí se acaba el cuento.
Cuando los ojos de buey de la cabina los
mares tornan verdes y oscuros, cuando el barco se estremece y se inclina, y a
deslizarse empiezan los baúles, y el camarero se cae en la terrina, cuando cual
ovillo en el suelo la nana yace, y mamá te dice que la dejes quieta y
dormidita, y tú no estás despierto, ni aseado, ni vestido. Bueno, pues por si
no lo habías adivinado, entonces sabrás que en la Cincuenta Norte y la Cuarenta
Oeste estás.
Precisamente
así. Rudyard Kipling
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