Noticias sobre EBERS y su
obra
Jorge Mauricio Ebers, nació
el primero de marzo de 1837 en Berlín, estudió la segunda enseñanza en el
gimnasio (Instituto) de Quedlimburgo, y en 1856 empezó los cursos de derecho en
la Universidad de Gotinga. Ya en 1858, con la idea de escribir la presente
novela, emprendió sus estudios egiptológicos en Berlín bajo la dirección de
Lepsius y Brugsch y recorrió después los principales museos alemanes. Dio esta
su primera obra al público en 1864, y de entonces datan su fama y la serie no
interrumpida de sus publicaciones científicas y de imaginación. Profesor libre
de la Universidad de Jena desde 1865, emprende en 1869 un viaje científico a
España, norte de África, Egipto y Arabia, y a su regreso (1870) es nombrado
catedrático. Dos años después Vuelve a Egipto, y como a fruto de sus
investigaciones lleva a su patria y publica el Papyrus egipcio, que toma el
nombre de Ebers y que comprende el tratado de medicina más antiguo que se
conoce. Se conserva este documento en la Universidad de Leipzig y de la que en
1875 fue nombrado Ebers catedrático numerario.
Esta obra es, entre las de
Ebers, la que ha alcanzado mayor éxito mercantil y más ruido ha hecho entre los
críticos. A pesar de las protestas de los ultranaturalistas alemanes y franceses,
((Eine aegyptische Kónigstochter» (literalmente: Una hija de rey egipcia) alcanzó
1864 a 1876 hasta seis ediciones y recorrido vertida a todas las lenguas la
Europa entera. A cada edición el autor ha limado y aun forjado de nuevo los
elementos de su obra. Orientalista en tendido y de gran renombre, comprende en
ella un cuadro completo de la civilización egipcia y persa en la época de la
decadencia de Egipto y de la conquista de este país por Kambises.
Ebers tiene escritas con
éxito otras varias obras del mismo género: Uarda, novela egipcia de la época de
la esclavitud israelita; Homo sum, con asuntos de la vida de los primeros Eremitas
en el desierto entre los restos de la civilización pagana; Die Schwestern (Las hermanas)
escenas de la vida monástica egipcia en la antigüedad y Der Kaiser (el
emperador). Como a autor científico Ebers estuvo muy reputado. En este género
son sus obras: Disquisitiones de dinastya vicésima sexta regum aegytiorum
(Berlín I 1865J; Egipto y los libros de Moisés (Leipzig 1868); Por Gosen hasta
el Sinaí (Leipzig 1872 ); El sistema de la escritura de los antiguos egipcios (2ª
edición, Berlín 1875 ); Papyrus Ebers (Leipzig 1875 ) y la publicación
ilustrada Egipto en imagen y palabra (Aegypten in Bild un Wort. 2 t. Stuttgart
1879-1880.)
En la novela histórica nos
contentamos con obtener una impresión general de la época pintada. Los
aventureros y las heroínas de Walter Scott podían viajar por los highlands o
conspirar en las bibliotecas de sus castillos, y amar y luchar en los torneos
muy a su placer, sin venir sujetos a un régimen muy estrecho de policía
histórica. Poco nos importaba que una belleza peinara anacrónicamente sus
cabellos, y se adornara con inverosímiles joyas o vestidos, mientras su
caballero, a pesar de lo imprevisto del tocado, acometiera por ella nobles
empresas hábilmente contadas y más discretamente compuestas. El fondo del
cuadro en que se movían los personajes tenía algo de estas salas decoradas con maderajes
y tapices ennegrecidos por el tiempo la vista se fija en el movimiento de las
personas que por ellas discurren, y en las notas brillantes de sus trajes, y el
oído y la inteligencia siguen el hilo de las conversaciones, sin que la
imaginación se aparte de ellas, atraída y entretenida en dar vueltas por los detalles
de la decoración. El anacronismo podía, pues, cómodamente vagar inadvertido por
entre las sombras del fondo ornamental. Pero desde que Dickens negó a la
decoración el carácter pasivo, y quiso que los detalles y accesorios vivieran y
vinieran a representar el papel de infinitos personajes menores de sus novelas,
instintivamente buscamos en cada objeto un carácter, una acción y un lenguaje;
no podemos prescindir de estos criados habladores que nos dicen el genio, inclinaciones
y situación de sus dueños y de sus visitas, y pronto los conocemos cuando no
tienen condiciones reales, o tratan de engañarnos. El anacronismo queda de esta
hecha al descubierto, y bien pronto se forman para él dos escuelas: la
doctrinaria y la radical. La primera tolerándole sus reconocidas deformidades
en detalle, pero no dándole más que importancia accesoria; la segunda quería y
quiere sencillamente la desaparición de la novela histórica a nombre del
naturalismo y de la novela fisiológica contemporánea.
Frente a esta exigencia, se
ha levantado otra vez la novela histórica transformada en novela arqueológica.
Ebers, Freitag, Scheflel, Elliot, Flaubert, han tomado los propios pinceles de
la escuela naturalista, y han pintado con esta no sólo como Dickens, el detalle
para el conjunto, sino el detalle por el detalle y contra el conjunto; y así
como se recogen elementos para la novela moderna en las escenas objetos que nos
rodean, en las crónicas de los
tribunales o en la gacetilla de los diarios, por igual, aunque más costoso procedimiento
y recoge la novela arqueológica sus motivos en los bajos relieves o entallados
de los monumentos, en los escaparates de los museos, en las inscripciones
cuneiformes o jeroglíficas, y en las crónicas o en los archivos. La discusión
camina, pues, a su verdadero terreno. La transcendencia de la obra, la pintura
de los caracteres, la marcha de la acción, deben ser el objeto principal de la crítica.
Sino por ser la primera de
las novelas arqueológicas, al menos por su éxito La hija del Rey de Egipto atrajo
la atención de todos y de la escuela ultranaturalista en particular. Uno de los
apóstoles de esta, Mr. Jules Soury, hizo de aquella un sangriento resumen (“Revue
des deux Mondes”, Enero 1875), terminando con la demanda de la abolición
inmediata de la novela histórica y del drama y la novela con fin moral.
Afortunadamente mientras
conservemos en la memoria los caracteres nobles y vivos de W. Scott, Dickens,
Bret Harte y Elliot; mientras la palabra de Augier nos conmueva en la escena y
mientras sepamos que la misma pluma que describió a Mad. Bovary ha creado los
Trois contes simples, esta demanda es inútil. Gervasia, Nana, y sus imitaciones
podrán vegetar en la sombra de poblaciones corrompidas, podrá hacerlas
presentables al público un habilidoso talento académico disfrazado de
naturalista, servirán para demostrar el ingenio de los autores, para entretener
la curiosidad por los procedimientos entre las gentes del oficio y para explotar
la menos sana de los demás; pero estas muñecas de carne rosada, cuya putrefacción
tan bien se historia, nunca serán objetos de Bellas Artes, ni siquiera
problemas en la sociedad, sino casos nosocomiales.
La novela de Ebers encierra
dos partes: una que podríamos llamar de escenario, y que es irreprochable según
nuestros conocimientos. El paisaje, la vegetación, los monumentos, los muebles,
los trajes, las costumbres están perfectamente pintados, la verdad del detalle
hace mucho más rico y bello el cuadro de estas civilizaciones de lo que nos lo
habían hecho comprender estudios más formales anteriores. No hay un árbol, un palacio,
un tejido un raso ni el acto más insignificante cuya existencia no esté
plenamente justificada.
No resulta tan perfecta la
acción y los caracteres: aquella es muy desigual en su desarrollo. Lenta en la
primera mitad, distrae y pierde a la imaginación en episodios puramente
descriptivos para precipitarla después en un complicado desenlace. Los caracteres
de los personajes históricos no resultan tan grandiosos como la imaginación los
desea, tienen como un aire casero en el que probablemente influye en parte el
concepto vago y puramente ideal que de los mismos teníamos preconcebido. Kresos
y Rodopis en particular, parecen hablar por cuenta del autor y en verdad usan
con algún exceso de aquella oratoria especial de los liberales de la primera
mitad de este siglo, de la que nos ha dejado aun algunos ejemplares la pasada revolución
del 68. Los anacronismos que ha sabido Ebers desterrar de sus descripciones no
ha sabido vencerlos del todo en los caracteres. Liberales, absolutistas y
teócratas tienen aquí su pequeño circulo con ideas análogas a las actuales,
quizás porque siempre hayan sido pareadas. Los diálogos, aun entre amantes,
están salpicados de datos arqueológicos que desvirtúan los bellos detalles que encierran
y dificultan el que el lector se abandone a su giro y a las impresiones que de
otro modo despertarían. Con todo los personajes se hacen simpáticos la acción se
sigue con interés y la impresión que
deja la lectura es agradable y duradera. Se ha dicho con ocasión de esta obra
que: la. novela histórica es mortal enemiga .de la historia, nada más falso. Yo
apelo a los lectores que desde hace algunos; años no asisten a las cátedras de
historia de nuestras universidades y hayan hecho después estudios especiales sobre
alguna de las ramas de las ciencias arqueológicas, para saber de cuál de las
dos narraciones resalta más claro y vivo el carácter de los pueblos orientales en
la antigüedad. Si en la novela histórica. se busca más que una pintura del
cuadro de una época, se falsea su carácter, y bajo este concepto bien puede
repetirse con nuestro autor (en el prólogo de la 4.ª edición) que de la misma
manera que aquella seria enemiga mortal de la historia, la pintura de paisaje
lo seria de la botánica.
C. de la K.
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