El ratón en el desván

DOMINGO pasado dormí en Mondoñedo, en mi vieja casa, en una cama que estrené cuando aún no había cumplido los catorce años. ¡Qué de sueños se llevó el viento! Ya uno va, como el Erikson de Hallkness, violín sin cuerdas, volviendo de vez en cuando la cabeza por si es posible escuchar todavía los años de juventud:
Coa pucha parda na man, los osos,
somentos quentados polos recordos,
vólvese a perdida mocidade debe de estar cantando
mais aló dos outeiros, do mare, dos outerios
do mare. Aínda cantando!
Aínda cantando! Me metí en cama, digo, crucé las manos detrás de la cabeza, y como muchas otras veces que quedé atento a mil ruidos que me son familiares y que van desde el viento vendaval que se despeina en el bosque de Silva hasta las zuecas de la muchacha que suenan en las losas del patío, el ladrido de un perro en San Cayetano, las campanas de las Concepcionistas lla­mando a maitines... De pronto, en el desván, mismo a pique sobre mi cabeza, comenzó a roer un ratón. ¡Antigua y añorada amistad! Roía un poco y luego emprendía ve­loces carreras para volver de nuevo al trabajo suyo, hijo del hambre y de la inquietud. ¡Cuántos años no he oído yo este ratón! No éste, claro, sino sus bisabuelos, sus abue­los, sus padres... En invierno callaban, quizá solamente para que yo, cuando llegaban abril y mayo, al oírlo roer y correr tras el largo silencio invernal, me dijese aque­llos latines que recuerdan que «los ratones en verano re­juvenecen», «glires in aestate juvenescet». Y confieso mi emoción, y que agradecí ésta que yo tomé como prueba de fidelidad, y lamenté profundamente que los hombres que casi han logrado que uno de nosotros ponga su pie en la arrugada y estéril piel de la Luna, no hayan buscado la posibilidad de que un espíritu consolado, humana y senti­mentalmente consolado, pueda dirigirse en una noche abrileña, sumisa al insomnio, a un pequeño ratón de des­ván para darle las gracias por su compañía. ¿Me habrá re­conocido el ratón? Como en Jules Supervielle, ¿los sueños tienen perfumes que les son propios, aromas extraños que quedan durante años y años en las casas abandonadas de los soñadores desaparecidos? Arrojamos la bomba de Hiroshima, pero desde San Francisco nadie ha sabido decirle a un mirlo ¡buenos días!, y que éste entienda la matinal salutación, alegría de su hermano el hombre.

Cuando al filo del alba me quedé dormido, por una agria nana de cantaclaros ayudado, tenía la sensación de haber hecho un largo viaje a través de la dulce patria en primavera, para visitar a un antiguo y querido amigo, a un leal compañero. ¡Y tenía tantas soledades que con­tarle!

Álvaro Cunqueiro en la revista Destino allá por 1968

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