LA COCINA ROMANA
“... Et ostrífero addita super Barcino ponto.”
Y también Barcino, construida sobre el mar fecundo en ostras.
Decimus Maximus Ausonius. Epístola XXVII.
Desde el punto de vista de la alimentación humana, existen pocos datos anteriores a la conquista romana. Evidentemente, los primeros documentos hallados están escritos en griego y latín, si bien hemos de suponer que una cierta influencia fenicia aportó algo sobre esta cocina primaria, autóctona. Los geógrafos, naturalistas y hombres de letras griegos y latinos, se ocupan a menudo de Híspanla desde el punto de vista gastronómico, entre otros aspectos. Se habla del pescado, se cita aquella salsa para el pescado que es el garum, se loa el aceite, se elogian las ostras, se enaltecen los vinos y la riqueza de los trigales.
Entre nosotros ha desaparecido, por ejemplo, el cultivo de la ostra mediterránea que aún se conserva en el sur de Francia. El geógrafo griego Estrabón, que viajó por nuestras costas en el siglo I a. de J.C., subraya la importancia de las ostras de Barcelona y Tarragona. Dice Estrabón que la ciudad de Tarragona es una ciudad bien surtida de todas las cosas necesarias y no menos poblada de ilustres varones y parece que es digna de la residencia de los más ilustres emperadores. A continuación hace elogio de las conservas de la industria floreciente del salazón y de los moluscos de la región. Y se queja de que en aquel momento Tarragona no tuviera un puerto seguro.
Volviendo a las ostras de Tarragona, cinco siglos más tarde, Oribasio, célebre médico griego, todavía habla con elogio de la calidad de las ostras que vienen de las ostreras de Tarragona. Parece que el arte de criar ostras de los tarraconenses y de la gente de la costa de Levante se debía perder con la pesadilla que fue la invasión de los bárbaros.
De las comidas hispánicas, quien más habla es el poeta Marcial, nacido en Bílbilis, cerca de la actual Calatayud, en el extremo límite de la provincia Tarraconense. De hecho, es Marcial quien da más noticias sobre las comidas no tan sólo de la Tarraconense, sino también del resto de la Península. Hace elogio del aceite de Tarraco y en uno de sus epigramas dice que se puede colocar, sin desmerecimiento, entre los más sabrosos alimentos y lo considera mejor que el de Toscana y el de Istria. El mismo Marcial, hablando del jamón alaba el de Ceretania, es decir, el de la actual Cerdaña. No olvidemos que entonces en la península había cerdos en estado medio salvaje y en Cataluña, donde la vegetación boscosa era más abundante en robles y encinas que en pinos, los puercos gozaban, como en las Galias, de una bien ganada fama.
Así pues, no es extraño que en el epigrama LIV del libro XIII se haga elogio de este jamón:
Cerretana mihifiat uel missa licebit
de Menapis: lauti de petasone uorent
Que me sirvan pernil del país de los ceretaños
o que me lo envíen, tanto da,
del país de los Menapios; y que los
golosos devoren el pernil.El país de los Menapios se sitúa en la orilla izquierda del Rin, no lejos de su desembocadura. Y en cuanto al jamón, debía ser semisalado, como se acostumbraba a preparar en aquella época en Roma.
Asimismo, Marcial habla de los vinos catalanes, es decir, del poderoso vino de Tarragona. En este mismo libro, núm. XIII, y en el epigrama CXVIII, leemos la afirmación de que el vino de Tarragona sólo era inferior al más fino de la Campania, es decir, al vino de Nápoles, que en aquella época era considerado el mejor:
Tarraco, Campano tantum cessura Lyateo, haec genuit Tuséis aemula nina cadis.
Tarraco, que sólo cederá ante los vinos de la Campania, ha producido este vino rival del de las botas de Etruria.También Plinio el Viejo enaltece la calidad de los vinos de Tarragona, que pone al nivel de los vinos andaluces y de los de las Baleares (Naturae historiarum XIV, VIII, 71).
En toda la costa levantina de la península tuvo gran fama la salsa llamada garum, extraordinariamente apreciada en Roma. Los autores gastronómicos aún no se han puesto de acuerdo sobre su preparación. Según parece, era un líquido espeso, obtenido de la fermentación de la caballa en salmuera, y el más apreciado era el elaborado en el Mediterráneo. Hay quien pone por encima de todos al de Cartago Nova y otros, como el de Almuñécar, en la costa meridional. Aquel garum, hecho con caballa, tenía gran prestigio y se aplicaba a todos los platos, tanto de carne como de pescado, aunque resultaba más apropiado para acompañar a este último. Debía de ser una de esas salsas inglesas o americanas actuales, que parecen tener un sabor universal. Algunos autores coinciden en el hecho de que el garum provenía del Próximo Oriente y se debía confeccionar de muy diversas maneras.
Sobre el garum de Tarragona y Barcelona, se encuentra una mención importante en una carta que escribe Decimus Maximus Ausonius a su discípulo Paulino de Nola a Barcelona, es decir, Meropius Pontius Amicius Paulinos, nacido en Burdeos el año 355 y muerto en la Campania, donde era obispo, el 431. Fue Paulino, el discípulo amado de Ausonio, maestro de retórica y cónsul, se casó con una catalana, Terasia, se trasladó a Barcelona y recibió el bautismo en el 389. Se convirtió al cristianismo a instancias de su esposa y con un número reducido de personas se dirigió a Nola, la ciudad de la Campania, donde fue consagrado obispo el 409. Paulino fue uno de los grandes poetas cristianos de la época patrística y ha dejado más de treinta y cinco poemas. A su muerte fue santificado, pero cuando recibió esta carta era un amigo que intercambiaba regalos con su maestro, el gran poeta Ausonio. En la citada carta de Ausonio, que es la número 23 del epistolario, dándole las gracias por haberle enviado garum de la Tarraconense, que cita con el nombre que le daban los naturales del país que no hablaban latín: muña (hoy llamamos muría a una planta herbácea tormentosa y de hojas amarillentas), dice:
Qué bien me ha hecho que, sin haberme sido presentada, mi queja haya sido oída. ¡Oh, Paulino, hijo mío! Temiendo que el aceite que me habías enviado no me hubiese complacido, has reiterado tu obsequio y, añadiendo el aliño de la muria barcelonesa, has redondeado el presente. Pero tú no sabes que este nombre de muria, usado por el vulgo, yo no suelo ni puedo pronunciarlo. Aunque los hombres más sabios lo han oído, incluso los que vituperaron estos vocablos griegos, no tienen una forma latina para designar el garum. Por esto, sea cual sea el nombre de este licor de los aliados, llenaré mis platos y que éste, tan escatimado en la mesa de nuestros abuelos, rebose de las cucharas.
Notemos que Ausonio, supremamente aristocrático, como cónsul que era, llama al garum, licor de los aliados —garum sodorum— que era la forma más refinada de esta salsa. Se llamaba sodorum porque el mejor procedía de Cartago Nova, que estaba unida a Roma por un tratado de amistad y alianza.
También el trigo de la Tarraconense era famoso, por lo demás como todo el trigo de la península. Ahora bien, los literatos tan sólo hablan de los productos excepcionales que llegaban procedentes de nuestras costas a Roma: garums, trigos dorados, vinos maduros y opulentos, aceite verde-oro, espesos y suntuosos, ostras y almejas delicadas, y el maravilloso azafrán, tan apreciado.
Imaginamos que en las costas catalanas el pescado era muy importante, abundante en calidad y cantidad. Los viajeros griegos y romanos cuentan y no acaban, se entusiasman con la abundante producción de la pesca. Nuestro atún, suculento, el Faber, que es nuestro gallo de mar o gallos de San Pedro, de color gris verdoso, violáceo, con una mancha en el costado, y la morena que cita Aulio Gelio en sus Noches áticas. Las ostras, si bien muy pequeñas, no debían ser malas. Hasta Plinio el Viejo las elogia y dice que eran maravillosas. La ostricultura procedía de Roma y se arraigó sobre todo en Barcelona, con las magníficas posibilidades de sus aguas. En Italia parece que fue un patricio llamado Sergio Orata quien, imitando a los griegos de la isla de Lesbos, que habían imaginado los primeros cultivos de ostras, lo intentó en una finca que tenía cerca del lago Lucrino. Andando el tiempo comenzaron a cultivarse en Burdeos, en el estuario del Tajo, y en el Mediterráneo. No debían ser grandes centros de producción, y Oribasio, el médico griego que fue físico del emperador Juliano, habla de la calidad de las ostras que se encuentran en la costa poniente de Tarragona. Estos centros, como los barceloneses del Maresme, tuvieron un buen comercio que se perdió con la pesadilla que fue la llegada de los bárbaros visigodos.
En su libro de epístolas, el poeta Decimus Marcus Ausonius, que se encontraba cerca de Burdeos, escribía a su filial discípulo Paulino que vivía, como hemos dicho, en Barcelona:
Nunc tibí trans Alpes et marmoream Pyrenem
Caseareae Augustae domus Tyrrhenica propter
Tarraco et ostrífero super addita Barcino ponto.
Más allá de los Alpes y del Pirineo marmóreo,
se encuentra la casa de César Augusto; la tirrena
Tarraco está cerca y también Barcino, construida
sobre el mar fecundo en ostrasAsí pues, Ausonio caracterizaba a Barcelona por este molusco. Digamos, de paso, que Tarragona es calificada de tirrena porque mira de una forma muy lejana y no demasiado aproximada hacia el mar Tirreno.
El pueblo debía comer de una forma muy parecida a la de la baja y hambrienta plebe romana: el típico hormigo de cebada o de mijo, las gachas de trigo cuando había suerte, las habas mediterráneas —sobre todo secas— y el hispánico garbanzo. Entre los romanos el garbanzo producía el mismo menosprecio que hoy entre los franceses y, en general, en todos los países europeos. En los suburbios de la Roma imperial dicen que se exhibía un esclavo cartaginés, con cara de definitivo idiota, hartándose de garbanzos y la gente se retorcía de risa tan sólo mirándole. Tampoco olvidemos que uno de los personajes más cómicos del teatro de Planto es el célebre «Pultafagónides», que significa exactamente el goloso de garbanzos.
Quiere la leyenda que el garbanzo fuera introducido en Hispania por el general púnico Asdrúbal quien, como no toleraba el ocio de su tropa, hizo que sus soldados practicasen la agricultura y cerca de Cartago Nova se comenzó a cultivar el garbanzo. En Cataluña, donde los soldados fenicios recalaron a menudo, también se cultivó.
Además de estos alimentos habituales, en las comarcas costeras debían comer pescado y salazones, que siempre nos han apasionado. El arte de la pesca provenía de los griegos, que se habían establecido en Ampurias, entre otros lugares, y que disponían con el golfo de Rosas de un prodigioso vivero de pescado. En el interior debía existir una incipiente ganadería, aparte de los animales silvestres, muy abundantes como sobre todo el omnipresente conejo.
Sabido es que el conejo está relacionado desde muy antiguo con nuestra Península. Arriesgándonos por los caminos siempre peligrosos de orígenes y etimologías, digamos que históricamente la descripción escrita del conejo se encuentra por primera vez en Europa en nuestra Península y que ya se han encontrado vestigios de este roedor en algunos restos paleolíticos. Es muy antigua la idea de que el conejo —según parece debida a Plinio el Viejo— da el nombre de Hispania; es decir, que la forma original latina de España viene de i-sepham-in, que en púnico quiere decir costa o isla de conejos. Puede ubicarse el origen del conejo, más o menos remoto, en el norte de África, desde donde pasó a Hispania y de aquí se extendió por el sur de Francia y, a través de las Galias, a Italia. El profesor Antonio García Bellido ha escrito un erudito trabajo sobre el conejo ibérico y opina que la palabra conejo proviene de una antigua raíz ibérica que da en latín cuniculus y en griego kynidos. De este cuniculus latín retorna la voz castellana conejo (o la catalana «conill») y el vocablo francés medieval «conil».
La plaga de conejos en la Península la mencionan todos los escritores antiguos. El poeta Cátulo alude, malicioso y resentido, a la cuniculosa Celtiberia, y esta expresión, nos duele decirlo, es de un infinito menosprecio. Se trata de un poema donde se refiere al romano de origen hispánico Egnatius, al cual su estimada y coqueta Lesbia insulta, llamándole hijo de la conejera Celtiberia y añade que dens Hibera defricatus urina, que es una acusación que se hacía en contra de nuestros remotísimos antepasados, diciendo que se limpiaban los dientes con orines. Esta pérfida ofensa la repite Cátulo en otros poemas. Consolémonos, en cambio, pensando que algunas medallas del emperador Adriano —como bien se sabe, de origen bético—, llevan también el conejo como símbolo.
Nestor Luján “Veinte siglos de cocina en Barcelona” De las ostras de Barcino a los restaurantes de hoy.
“... Et ostrífero addita super Barcino ponto.”
Y también Barcino, construida sobre el mar fecundo en ostras.
Decimus Maximus Ausonius. Epístola XXVII.
Desde el punto de vista de la alimentación humana, existen pocos datos anteriores a la conquista romana. Evidentemente, los primeros documentos hallados están escritos en griego y latín, si bien hemos de suponer que una cierta influencia fenicia aportó algo sobre esta cocina primaria, autóctona. Los geógrafos, naturalistas y hombres de letras griegos y latinos, se ocupan a menudo de Híspanla desde el punto de vista gastronómico, entre otros aspectos. Se habla del pescado, se cita aquella salsa para el pescado que es el garum, se loa el aceite, se elogian las ostras, se enaltecen los vinos y la riqueza de los trigales.
Entre nosotros ha desaparecido, por ejemplo, el cultivo de la ostra mediterránea que aún se conserva en el sur de Francia. El geógrafo griego Estrabón, que viajó por nuestras costas en el siglo I a. de J.C., subraya la importancia de las ostras de Barcelona y Tarragona. Dice Estrabón que la ciudad de Tarragona es una ciudad bien surtida de todas las cosas necesarias y no menos poblada de ilustres varones y parece que es digna de la residencia de los más ilustres emperadores. A continuación hace elogio de las conservas de la industria floreciente del salazón y de los moluscos de la región. Y se queja de que en aquel momento Tarragona no tuviera un puerto seguro.
Volviendo a las ostras de Tarragona, cinco siglos más tarde, Oribasio, célebre médico griego, todavía habla con elogio de la calidad de las ostras que vienen de las ostreras de Tarragona. Parece que el arte de criar ostras de los tarraconenses y de la gente de la costa de Levante se debía perder con la pesadilla que fue la invasión de los bárbaros.
De las comidas hispánicas, quien más habla es el poeta Marcial, nacido en Bílbilis, cerca de la actual Calatayud, en el extremo límite de la provincia Tarraconense. De hecho, es Marcial quien da más noticias sobre las comidas no tan sólo de la Tarraconense, sino también del resto de la Península. Hace elogio del aceite de Tarraco y en uno de sus epigramas dice que se puede colocar, sin desmerecimiento, entre los más sabrosos alimentos y lo considera mejor que el de Toscana y el de Istria. El mismo Marcial, hablando del jamón alaba el de Ceretania, es decir, el de la actual Cerdaña. No olvidemos que entonces en la península había cerdos en estado medio salvaje y en Cataluña, donde la vegetación boscosa era más abundante en robles y encinas que en pinos, los puercos gozaban, como en las Galias, de una bien ganada fama.
Así pues, no es extraño que en el epigrama LIV del libro XIII se haga elogio de este jamón:
Cerretana mihifiat uel missa licebit
de Menapis: lauti de petasone uorent
Que me sirvan pernil del país de los ceretaños
o que me lo envíen, tanto da,
del país de los Menapios; y que los
golosos devoren el pernil.El país de los Menapios se sitúa en la orilla izquierda del Rin, no lejos de su desembocadura. Y en cuanto al jamón, debía ser semisalado, como se acostumbraba a preparar en aquella época en Roma.
Asimismo, Marcial habla de los vinos catalanes, es decir, del poderoso vino de Tarragona. En este mismo libro, núm. XIII, y en el epigrama CXVIII, leemos la afirmación de que el vino de Tarragona sólo era inferior al más fino de la Campania, es decir, al vino de Nápoles, que en aquella época era considerado el mejor:
Tarraco, Campano tantum cessura Lyateo, haec genuit Tuséis aemula nina cadis.
Tarraco, que sólo cederá ante los vinos de la Campania, ha producido este vino rival del de las botas de Etruria.También Plinio el Viejo enaltece la calidad de los vinos de Tarragona, que pone al nivel de los vinos andaluces y de los de las Baleares (Naturae historiarum XIV, VIII, 71).
En toda la costa levantina de la península tuvo gran fama la salsa llamada garum, extraordinariamente apreciada en Roma. Los autores gastronómicos aún no se han puesto de acuerdo sobre su preparación. Según parece, era un líquido espeso, obtenido de la fermentación de la caballa en salmuera, y el más apreciado era el elaborado en el Mediterráneo. Hay quien pone por encima de todos al de Cartago Nova y otros, como el de Almuñécar, en la costa meridional. Aquel garum, hecho con caballa, tenía gran prestigio y se aplicaba a todos los platos, tanto de carne como de pescado, aunque resultaba más apropiado para acompañar a este último. Debía de ser una de esas salsas inglesas o americanas actuales, que parecen tener un sabor universal. Algunos autores coinciden en el hecho de que el garum provenía del Próximo Oriente y se debía confeccionar de muy diversas maneras.
Sobre el garum de Tarragona y Barcelona, se encuentra una mención importante en una carta que escribe Decimus Maximus Ausonius a su discípulo Paulino de Nola a Barcelona, es decir, Meropius Pontius Amicius Paulinos, nacido en Burdeos el año 355 y muerto en la Campania, donde era obispo, el 431. Fue Paulino, el discípulo amado de Ausonio, maestro de retórica y cónsul, se casó con una catalana, Terasia, se trasladó a Barcelona y recibió el bautismo en el 389. Se convirtió al cristianismo a instancias de su esposa y con un número reducido de personas se dirigió a Nola, la ciudad de la Campania, donde fue consagrado obispo el 409. Paulino fue uno de los grandes poetas cristianos de la época patrística y ha dejado más de treinta y cinco poemas. A su muerte fue santificado, pero cuando recibió esta carta era un amigo que intercambiaba regalos con su maestro, el gran poeta Ausonio. En la citada carta de Ausonio, que es la número 23 del epistolario, dándole las gracias por haberle enviado garum de la Tarraconense, que cita con el nombre que le daban los naturales del país que no hablaban latín: muña (hoy llamamos muría a una planta herbácea tormentosa y de hojas amarillentas), dice:
Qué bien me ha hecho que, sin haberme sido presentada, mi queja haya sido oída. ¡Oh, Paulino, hijo mío! Temiendo que el aceite que me habías enviado no me hubiese complacido, has reiterado tu obsequio y, añadiendo el aliño de la muria barcelonesa, has redondeado el presente. Pero tú no sabes que este nombre de muria, usado por el vulgo, yo no suelo ni puedo pronunciarlo. Aunque los hombres más sabios lo han oído, incluso los que vituperaron estos vocablos griegos, no tienen una forma latina para designar el garum. Por esto, sea cual sea el nombre de este licor de los aliados, llenaré mis platos y que éste, tan escatimado en la mesa de nuestros abuelos, rebose de las cucharas.
Notemos que Ausonio, supremamente aristocrático, como cónsul que era, llama al garum, licor de los aliados —garum sodorum— que era la forma más refinada de esta salsa. Se llamaba sodorum porque el mejor procedía de Cartago Nova, que estaba unida a Roma por un tratado de amistad y alianza.
También el trigo de la Tarraconense era famoso, por lo demás como todo el trigo de la península. Ahora bien, los literatos tan sólo hablan de los productos excepcionales que llegaban procedentes de nuestras costas a Roma: garums, trigos dorados, vinos maduros y opulentos, aceite verde-oro, espesos y suntuosos, ostras y almejas delicadas, y el maravilloso azafrán, tan apreciado.
Imaginamos que en las costas catalanas el pescado era muy importante, abundante en calidad y cantidad. Los viajeros griegos y romanos cuentan y no acaban, se entusiasman con la abundante producción de la pesca. Nuestro atún, suculento, el Faber, que es nuestro gallo de mar o gallos de San Pedro, de color gris verdoso, violáceo, con una mancha en el costado, y la morena que cita Aulio Gelio en sus Noches áticas. Las ostras, si bien muy pequeñas, no debían ser malas. Hasta Plinio el Viejo las elogia y dice que eran maravillosas. La ostricultura procedía de Roma y se arraigó sobre todo en Barcelona, con las magníficas posibilidades de sus aguas. En Italia parece que fue un patricio llamado Sergio Orata quien, imitando a los griegos de la isla de Lesbos, que habían imaginado los primeros cultivos de ostras, lo intentó en una finca que tenía cerca del lago Lucrino. Andando el tiempo comenzaron a cultivarse en Burdeos, en el estuario del Tajo, y en el Mediterráneo. No debían ser grandes centros de producción, y Oribasio, el médico griego que fue físico del emperador Juliano, habla de la calidad de las ostras que se encuentran en la costa poniente de Tarragona. Estos centros, como los barceloneses del Maresme, tuvieron un buen comercio que se perdió con la pesadilla que fue la llegada de los bárbaros visigodos.
En su libro de epístolas, el poeta Decimus Marcus Ausonius, que se encontraba cerca de Burdeos, escribía a su filial discípulo Paulino que vivía, como hemos dicho, en Barcelona:
Nunc tibí trans Alpes et marmoream Pyrenem
Caseareae Augustae domus Tyrrhenica propter
Tarraco et ostrífero super addita Barcino ponto.
Más allá de los Alpes y del Pirineo marmóreo,
se encuentra la casa de César Augusto; la tirrena
Tarraco está cerca y también Barcino, construida
sobre el mar fecundo en ostrasAsí pues, Ausonio caracterizaba a Barcelona por este molusco. Digamos, de paso, que Tarragona es calificada de tirrena porque mira de una forma muy lejana y no demasiado aproximada hacia el mar Tirreno.
El pueblo debía comer de una forma muy parecida a la de la baja y hambrienta plebe romana: el típico hormigo de cebada o de mijo, las gachas de trigo cuando había suerte, las habas mediterráneas —sobre todo secas— y el hispánico garbanzo. Entre los romanos el garbanzo producía el mismo menosprecio que hoy entre los franceses y, en general, en todos los países europeos. En los suburbios de la Roma imperial dicen que se exhibía un esclavo cartaginés, con cara de definitivo idiota, hartándose de garbanzos y la gente se retorcía de risa tan sólo mirándole. Tampoco olvidemos que uno de los personajes más cómicos del teatro de Planto es el célebre «Pultafagónides», que significa exactamente el goloso de garbanzos.
Quiere la leyenda que el garbanzo fuera introducido en Hispania por el general púnico Asdrúbal quien, como no toleraba el ocio de su tropa, hizo que sus soldados practicasen la agricultura y cerca de Cartago Nova se comenzó a cultivar el garbanzo. En Cataluña, donde los soldados fenicios recalaron a menudo, también se cultivó.
Además de estos alimentos habituales, en las comarcas costeras debían comer pescado y salazones, que siempre nos han apasionado. El arte de la pesca provenía de los griegos, que se habían establecido en Ampurias, entre otros lugares, y que disponían con el golfo de Rosas de un prodigioso vivero de pescado. En el interior debía existir una incipiente ganadería, aparte de los animales silvestres, muy abundantes como sobre todo el omnipresente conejo.
Sabido es que el conejo está relacionado desde muy antiguo con nuestra Península. Arriesgándonos por los caminos siempre peligrosos de orígenes y etimologías, digamos que históricamente la descripción escrita del conejo se encuentra por primera vez en Europa en nuestra Península y que ya se han encontrado vestigios de este roedor en algunos restos paleolíticos. Es muy antigua la idea de que el conejo —según parece debida a Plinio el Viejo— da el nombre de Hispania; es decir, que la forma original latina de España viene de i-sepham-in, que en púnico quiere decir costa o isla de conejos. Puede ubicarse el origen del conejo, más o menos remoto, en el norte de África, desde donde pasó a Hispania y de aquí se extendió por el sur de Francia y, a través de las Galias, a Italia. El profesor Antonio García Bellido ha escrito un erudito trabajo sobre el conejo ibérico y opina que la palabra conejo proviene de una antigua raíz ibérica que da en latín cuniculus y en griego kynidos. De este cuniculus latín retorna la voz castellana conejo (o la catalana «conill») y el vocablo francés medieval «conil».
La plaga de conejos en la Península la mencionan todos los escritores antiguos. El poeta Cátulo alude, malicioso y resentido, a la cuniculosa Celtiberia, y esta expresión, nos duele decirlo, es de un infinito menosprecio. Se trata de un poema donde se refiere al romano de origen hispánico Egnatius, al cual su estimada y coqueta Lesbia insulta, llamándole hijo de la conejera Celtiberia y añade que dens Hibera defricatus urina, que es una acusación que se hacía en contra de nuestros remotísimos antepasados, diciendo que se limpiaban los dientes con orines. Esta pérfida ofensa la repite Cátulo en otros poemas. Consolémonos, en cambio, pensando que algunas medallas del emperador Adriano —como bien se sabe, de origen bético—, llevan también el conejo como símbolo.
Nestor Luján “Veinte siglos de cocina en Barcelona” De las ostras de Barcino a los restaurantes de hoy.
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