Aunque la
mejoría era franca a fines de Junio, todavía tenía para un rato, pues persistía
algo de inflamación, que exigió nuevo desbridamiento. A principios de Julio
empezó a recobrar el apetito y a reponerse de su grande extenuación. El
pobrecillo, con tan larga inmovilidad, y con las intensas fiebres y dolorosos
insomnios que sufrido había, estaba en los puros huesos: su cara era toda ojos,
y en estos todo espíritu. Al recobrar las ganitas de comer, extremaron Demetria
y Doña María Tirgo sus habilidades culinarias para ofrecerle sabrosos manjares
en cantidad discreta. En cada una de las cinco comidas que se hacían en aquella
Jauja, preparaba Demetria alguna sorpresa para su enfermo. No hay que hablar de
la abundancia, que en tal casa era como un continuo chorro vivificante de los
múltiples dones de la Naturaleza. Allí, las carnes suculentas de cabrito y
carnero; allí, la caza de monte y la pesca de río; allí, las riquísimas
verduras y las frutas tempranas; allí, los sabrosos esquilmos del cerdo; allí,
la miel, la monjil repostería, formaban como una caudalosa corriente entre la
Naturaleza y el estómago, entre el divino crear y el humano digerir, corriente
que por la variedad de sus dones no permitía el cansancio. Bien decía D. José
María, paladeando su vinito: «En esta tierra de bendición, Sr. D. Fernando, el
que se muere es porque quiere». Empezaban a hacer por la vida a las siete de la
mañana, con el rico soconusco de la tarea que labraba en casa el mejor
chocolatero de la villa, y lo acompañaban de unos bollos en que lucían su
primor Doña María Tirgo y las cocineras de ambas familias. A las nueve se
servía la sopita de ajo con chorizo, infalible tentempié en aquella hora, y ya
estaban todos como un reloj hasta las doce en punto, en que se servía la comida
con todo el ceremonial de rúbrica. Rompía plaza la sopa dorada, de pan,
bastante a matar el hambre de los menos favorecidos por la fortuna, y luego
entraba el cocido… ¡Compadre, vaya un cocido! La carne de cebón y los
aditamentos cerdosos dábanle poder para resucitar un muerto; tras él llegaba la
verdura exquisita, con su indispensable oreja, y ainda mais, morcilla. De
principio, entraban los pollos asados bien doraditos, tiernos, o los barbos del
río, o la enroscada anguila; y de postre, el dulce de cabello (también hecho en
casa o mandado por las monjas), el mostillo, las nueces, el queso (también de
casa), la miel, el sinfín de frutas espléndidas que recreaban el gusto, la
vista y el olfato… y, por último, la indispensable copita de anís. A las cuatro
sentíanse ya desfallecidos, y por vía de sostén tomaban otra vez chocolate con
los correspondientes bollitos. Gracias a esto podían tirar hasta la cena, a las
ocho en punto, empezando por la ensalada cruda, como aperitivo, siguiendo las
sopas de ajo con chorizo, los huevos pasados; luego la chuletilla de cordero,
la trucha frita, el plato de guisantes, judías verdes o tirabeques, y, por fin,
la compota… esta no podía faltar, como tampoco un plato de leche, sin contar la
interminable tanda de golosinas… y otra vez la copita de anís, que tan bien
ayuda la digestión…
A Fernando
servíanle en su cuarto, en una mesita con mantelería limpia como el oro, que
junto a su cama ponían, y así estuvo comiendo hasta muy avanzado Julio, en que
D. Segundo le permitía levantarse algunos ratos; pero sin andar ni moverse del
aposento. Con el trato continuo, Gracia, que le acompañaba y le servía gozosa,
tomó la confianza de tutearle. Comúnmente le llevaba noticias de las cositas
buenas que su hermana y la tía estaban haciendo para él. «Hoy te van a poner
unos pescaditos al horno, que te vas a chupar los dedos». Otra vez entraba con
un par de palomos muertos: «¿Ves esto? —le decía—: pues te los van a poner con
arroz. Toca, mira qué pechugas…». O bien entraba con cestas de frutas riquísimas,
acabadas de traer de las huertas de Paganos, peras de a cuarterón, manzanas
fragantes, cerezas gordas, y se las mostraba, enardeciendo su abundancia y
hermosura. «De todo has de probar hoy, Fernandito. Demetria ha dicho que te
haga comer un poquito de cada cosa, para que veas todo lo bueno que crían
nuestras tierras.
—Sí, hija mía, sí
—respondía Fernando, no tan alegre como debiera—: ya veo, ya veo que Dios os ha
dado muchos, muchísimos bienes; pero con ser tantos, no llegan a lo que
vosotras merecéis».
Cap. XXXIII
“De Oñate a la
Granja” de Benito Pérez Galdós
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