En
el santoral, la fiesta de la Candelera es destinada a recordar la
Purificación de la Virgen María. El rito de la purificación de las
mujeres después del parto es un viejo rito de la religión judaica
incrustado en la religión cristiana desde hace muchísimos siglos y que
se ha mantenido desde tiempos arcaicos. En la Tora hebraica, la
purificación de la mujer después del parto era una humillación que se
resolvía pagando. La madre presentaba al hijo ante el arca y el altar y
hacía una determinada ofrenda, después de la cual quedaba purificada. La
ofrenda consistía en dos palominos para los pobres y una determinada
cantidad de dinero que el rabino de la sinagoga recibía con un rito
determinado. La Virgen María era judía, como judío era su hijo, nuestro
Señor Jesucristo, y se sometió al rito de la purificación del sistema
religioso hebraico. El padre Croisset, el célebre jesuita francés autor
de El Año Cristiano, obra inmensa y de un gran interés que tradujo al
castellano el no menos célebre jesuita castellano J. Francisco de Isla,
escribió, comentando el acontecimiento que se celebra en este día, que
la Virgen María, a pesar de haber concebido sin pecado original, quiso
hacer como las demás mujeres: purificarse, humillarse y pagar el
rescate: los palominos y cinco monedas en circulación en el espacio de
Palestina. El padre Croisset, S.J., escribe: «Ocultó profundamente su
gloria, no queriendo parecer lo que realmente era; manifestó su humildad
aparentando lo que no era verdaderamente: era la madre de Dios y
pareció que no era más que la madre de un simple hombre; era la más pura
de todas las vírgenes y se mostró como si no fuese más que una mujer
como las demás». Partiendo de esa humildad, el jesuita hace unas
consideraciones muy acertadas: «Todos queremos parecer lo que no somos, y
no podemos sufrir, debido a nuestro orgullo, parecer lo que realmente
somos. Hasta el pie de los sagrados altares llevamos la ambición, el
fasto y la profanidad. ¿Qué otra cosa significan esas orgullosas señales
de distinción de las que como en ninguna otra parte nos mostramos tan
celosos en el templo? Frente a todo esto, nos abruma, nos obsesiona, la
profunda humildad de la Virgen Santísima».
La historia de la fiesta es muy antigua. Hay noticias incuestionables según las cuales es anterior al emperador Justiniano. El que después fue papa y santo, san Gelasio, que dirigió la Iglesia treinta años antes de que Justiniano fuese emperador, la instituyó para desterrar las lupercales del paganismo, o sea las purificaciones paganas. Entonces se produjeron las candelas para celebrar la Purificación cristiana y destinadas a borrar, con tales misterios, las profanaciones del paganismo de aquellos tiempos, profanaciones que se efectuaban llevando hachones encendidos por los alrededores de los templos donde se perpetraban ceremonias obscenas que eran llamadas lustraciones. Las candelas contribuyeron a la decadencia del mundo antiguo.
Hoy en día la fiesta del dos de febrero ha ido muy de baja y la Candelera es un día como otro. De todos modos, y hasta donde llega mi memoria, el recuerdo que tengo de ella es muy preciso. Era casi una fiesta de precepto e iba mucha gente al oficio. Solía hacer mucho frío. La mañana solía ser lívida. La gente, abrigada, encogida, pasaba por las calles, camino de la iglesia, empaquetada como paquetes oscuros, lle vando una candela en la mano, exhalando el vapor blanco del frío por la boca y la nariz. Entonces la gente vestía más oscuramente que hoy y sus formas parecían más pesadas. Los caballos de las tartanas y de los carros emitían, por la cara, el vapor blanco a chorro. La vaharada que desprendían las narices de los animales era realmente impresionante, pero lo curioso era que no hacía ruido, a diferencia del va por de las máquinas de tren cuando resoplaban.
La entrada en la iglesia, llena de feligreses, era impresionante. Al fondo de la bóveda, el altar mayor, que era de un barroco en movimiento agita do, estaba iluminado con centenares de llamas de cirios, de candelas, de palmatorias, de velitas que ardían. La cera era lisa, a veces muy rizada, con unos rizos tan prodigiosos como dulces de confitería. Las palmatorias eran blancas, y las candelas, de los colores más diversos y variados, como los inge nuos colores de los lápices de los crios. Las más bonitas eran de color de rosa, del mismo color de rosa de las polveras que llevaban las señoritas o como deliciosas ligas; también las había verdes, del mismo color de los espárragos trigueros tempranos, pero no de un amarillo tétrico y cadavérico, como solían ser a veces los cirios de los funerales, no de un amarillo vivo y sustancioso, como el de la crema alegre y casera. Era una féerie prodigiosa, inolvidable. El gran retablo del altar mayor, con los mancebos de cara de esclavo feroz que lo mantenían por la base; las figuras de los grandes personajes teologa les que ocupaban los pisos superpuestos, coronados todos ellos por la figura del Padre Eterno, que ocupaba el lugar más alto, el gran anciano de grandes barbas blancas, de mirada enérgica pero comprensiva; el gran retablo, con sus anfractuosidades visi bles u oscuras, parecía, a la luz de la cera que ardía una inmensa fuente de relleno incendiada, una fuente en la que la salsa era la luz, y las manzanas, las figuras esculpidas que la llenaban. A veces, las velitas de color rosa echaban unas chispas rosadas y parecían minúsculas bailarinas enloquecidas que lanzaban corpúsculos de luz como puntas de aguja y se fundían en el espacio. Las llamas de la cera se mezclaban formando una gran mancha de luz líquida, y el altar era un prodigio. La gran mancha oscurecía, agrisaba los cristales de colores del rosetón de la fachada. Entonces, la vida pueblerina era más oscura que en los días presentes, pero para la Candelera la profusión luminosa era tan espléndida, que el señor cura solía decir que hasta los federales acudían a verla. En la iglesia hacía frío. Los feligreses se mantenían con el abrigo puesto y la bufanda —sólo las gorras habían desaparecido—, pero no creo que nadie tuviese frío, porque la sensación dominante era la visual, y todas las demás eran secundarias. La luz imantaba los ojos con una fuerza extraordinaria. Por las conversaciones que recuerdo, la gente no tenía la menor idea de la purificación de la Virgen: la liturgia eran los cirios y las candelas, la luz del altar. La maravilla de la luz en el invierno helado. En tonces la Iglesia, la vida de la Iglesia, llenaba todo el ámbito situado al margen de la. vida del trabajo o habitual. Llenaba los vacíos de la existencia de mucha gente. Hoy, todo esto ha quedado atrás, aunque no podría decir que se haya ganado mucho con ello. Pero el oficio al final se terminaba y llegaba el momento de salir de la iglesia y ponerse la gorra. En la puerta, la luz del altar se había desvanecido y había sido sustituida por la visión habitual: el invierno inodoro y mordiente, los paquetes humanos, oscuros, que pasaban por la calle, los humos blancos de las narices de los caballos, el color lívido del día dos de febrero.
en Las horas de Josep Pla