Beatus Ille. Épodo II. Horacio. Traducción: Alfonso Cuatrecasas

«Dichoso aquel que alejado de los negocios, como la primitiva raza de los mortales, trabaja el campo paterno con sus bueyes, libre de toda usura, y no se despierta como el soldado con la fiera trompeta ni teme al mar embravecido, y evita el foro y las orgullosas puertas de las ciudades demasiado poderosas. Marida él, en cambio, los altos álamos con los tallos adultos de la vid, o vigila sus errantes rebaños de mugientes reses en un valle recoleto, o, podando con su hoz las ramas inútiles, injerta las más pujantes, o pone la miel extraída en limpias ánforas, o esquila a las asustadizas ovejas. Y cuando el Otoño en los campos ha alzado su cabeza ornada de dulces frutos, ¡cómo disfruta recogiendo las injertadas peras   y la uva que compite con la púrpura con que poder obsequiarte a ti, Príapo, y a ti, padre Silvano, protector de sus términos!
Le gusta yacer, ora bajo la vieja encina, ora sobre un tupido prado, mientras corren las aguas por los ríos profundos y se lamentan las aves en los bosques y las fuentes murmuran en sus límpidos manantiales, lo que le invita a un plácido sueño.
Pero cuando el tiempo invernal del tonante Júpiter amontona nieves y lluvias, con una gran jauría acosa de aquí para allá fieros jabalíes hacia las interpuestas trampas, o extiende con una ligera horquilla las claras redes, o, preciada recompensa, apresa con el lazo a una tímida liebre o a una ocasional grulla.
Entre tales cosas, ¿quién no olvida la amargura de las penas que causa el amor?
Y si una honesta mujer le ayuda en parte de la casa y con los dulces hijos, o si, como una sabina o como la esposa de un ágil apulio tostada por el sol, enciende con viejos troncos el fuego sagrado a la llegada del cansado marido y, encerrando el lustroso ganado en trenzados apriscos, ordeña las henchidas ubres o, sacando vino del año de un buen tonel, prepara no comprados manjares, entonces no me agradarán más las ostras del Lucrino, ni el rodaballo, ni los escaros —si una tempestuosa tormenta los arrojase a este mar desde los orientales mares—, ni descenderá a mi estómago el ave africana ni el francolín de Jonia más gustosamente que la oliva cogida de las cargadísimas ramas de los árboles o que los tallos de acedera que crece en los prados y las malvas, beneficiosas para el cuerpo enfermo, o que los corderos sacrificados en las fiestas Terminales, o que un cabrito arrebatado al lobo.
¡En medio de estos manjares, cómo alegra ver las ovejas apacentadas dirigiéndose hacia la casa; ver a los cansados bueyes arrastrando con su lánguido cuello el arado invertido, y a los sirvientes, indicio de casa rica, colocados alrededor de los resplandecientes Lares!»
Cuando el usurero Alfio, casi un futuro campesino, hubo dicho esto, recogió todo el dinero pagado en los Idus y ya busca colocarlo en las Kalendas.

Beatus Ille. Épodo II. Horacio

'Beatus ille qui procul negotiis,
ut prisca gens mortalium,
paterna rura bubus exercet suis
solutus omni faenore
neque excitatur classico miles truci
neque horret iratum mare
forumque vitat et superba civium
potentiorum limina.
ergo aut adulta vitium propagine
altas maritat populos
aut in reducta valle mugientium
prospectat errantis greges
inutilisque falce ramos amputans
feliciores inserit
aut pressa puris mella condit amphoris
aut tondet infirmas ovis.
vel cum decorum mitibus pomis caput
Autumnus agris extulit,
ut gaudet insitiva decerpens pira
certantem et uvam purpurae,
qua muneretur te, Priape, et te, pater
Silvane, tutor finium.
libet iacere modo sub antiqua ilice,
modo in tenaci gramine:
labuntur altis interim ripis aquae,
queruntur in Silvis aves
frondesque lymphis obstrepunt manantibus,
somnos quod invitet levis.
at cum tonantis annus hibernus Iovis
imbris nivisque conparat,
aut trudit acris hinc et hinc multa cane
apros in obstantis plagas
aut amite levi rara tendit retia
turdis edacibus dolos
pavidumque leporem et advenam laqueo gruem
iucunda captat praemia.
quis non malarum quas amor curas habet
haec inter obliviscitur?
quodsi pudica mulier in partem iuvet
domum atque dulcis liberos,
Sabina qualis aut perusta Solibus
pernicis uxor Apuli,
sacrum vetustis exstruat lignis focum
lassi Sub adventum viri
claudensque textis cratibus laetum pecus
distenta siccet ubera
et horna dulci vina promens dolio
dapes inemptas adparet:
non me Lucrina iuverint conchylia
magisve rhombus aut scari,
siquos Eois intonata fluctibus
hiems ad hoc vertat mare,
non Afra avis descendat in ventrem meum,
non attagen Ionicus
iucundior quam lecta de pinguissimis
oliva ramis arborum
aut herba lapathi prata amantis et gravi
malvae salubres corpori
vel agna festis caesa Terminalibus
vel haedus ereptus lupo.
has inter epulas ut iuvat pastas ovis
videre properantis domum,
videre fessos vomerem inversum boves
collo trahentis languido
positosque vernas, ditis examen domus,
circum renidentis Laris.
'haec ubi locutus faenerator Alfius,
iam iam futurus rusticus,
omnem redegit idibus pecuniam,
quaerit kalendis ponere.

En casa de Paco Villaespesa

Era aquel un continuo desfile de noveles. Así conocí en­tonces a jóvenes como Ortiz de Pinedo, un muchachito pálido y enclenque, vestido de negro, y que se creía condenado a muerte prematura. Era amigo de Carrere y escribía unas co­sas muy tristes. Francisco Camba, un galleguito que había estado en la Argentina y ahora hacía de pasante en un cole­gio. En la Argentina había dejado a su hermano Julio, tam­bién literato, un rebelde que escribía en hojas anarquistas. Paco Camba era, por lo visto, la antítesis de su hermano; te­nía el alma humilde y saudosa del gallego pobre. Admiraba a Valle-Inclán y hacía por imitar su prosa medida y cantarina. Se sabía de memoria trozos de Adega o Flor de santidad, y de las Sonatas... Se extasiaba ante frases como: «La pobre Concha se moría»... «La tarde era azul y triste como el alma de una santa princesa»... «El rayo de sol penetraba en la es­tancia, cual la espada de fuego de un dios antiguo»..., etcéte­ra. ¡Aquello era estilo! ¡Aquello era escribir! Don Ramón -así lo llamaba él- escribía como Flaubert. Se pasaba días enteros buscando un adjetivo... Y, qué tipo de hombre... Vi­vía sólo para la literatura... Se alimentaba de té como un fa­kir indio... Y, sin embargo, siempre tan arrogante y altivo. Cuando lo invitaban a comer, decía: «Gracias, pero ya he co­mido...» y vivía en perpetuo ayuno... Era un marqués de Bradomín, y, como él, feo, católico y sentimental...
También Bargiela era amigo de Valle-Inclán, al que llama­ba simplemente Valle... Lo admiraba, pero no tanto como Camba, y su ascetismo no le conmovía gran cosa.
-Es, sencillamente -decía-, que no tiene estómago...
También conocí allí a un joven poeta canario, Tomás Mo­rales, que estudiaba Medicina; un chico moreno, alto, delga­do, indolente, con unos brazos largos y lacios, como los me­chones de negro pelo que le caían sobre la frente. Solía llevarle a Villaespesa plátanos y cigarrillos del Jedive. No ha­bía publicado aún nada, pero tenía ya versos para llenar un libro.

Decía Quinto Horacio Flaco...

«si nadie, en justicia, me puede acusar de avaricia, sordidez ni de obscenas acciones; si, haciendo mi propio elogio, llevo una vida honesta e intachable y soy querido por mis amigos, todo ello es gracias a mi padre... Mientras esté en mi sano juicio, en nada me arrepentiré de tal padre y por ello no me excusaré como hacen muchos que dicen que no es culpa suya el no tener padres nobles y que hayan nacido libres. Mi voz y mi corazón distan mucho del de estos necios. Pues si la naturaleza ordenase, después de un cierto número de años, volver al pasado y elegir los padres que cada uno, según sus ambiciones, desease, yo estaría muy contento con los míos y no querría otros, aunque dispusiesen de fasces y silla curul»

Sobre el barrio de Maravillas (Madrid)

Las ocho, las nueve de la mañana es una hora apresurada entre Quevedo y San Bernardo. El barrio de Maravillas duerme aún: suele pasar malas noches y largas, y alcohólicas; o tensas, por los vecinos que esperan con palos y cadenas a los de la mala vida, que ya apenas van. En las viejas ventanas se orean las sábanas y los colchones, junto a la flor del barrio, el geranio. Esta es zona de gatos, huidizos, manchados por el aceite de debajo de los coches. Los vecinos dejan platillos con leche y sobras en las ventanas de los semisótanos un tributo casi egipcio al animal misterioso. Maravillas tiene todavía viejos faroles; al anochecer, revolotean algunos murciélagos en torno al fanal, buscando insectos. Los viejos toman el sol, cuando lo hay –el “bermejazo platero de las cumbres / a cuya luz se espulga la canalla”, en versos madrileños de Quevedo–, oyen a uno de sus sabios que hay menos murciélagos porque los mosquitos han inventado un sistema de radiaciones que desorienta el radar del enemigo.
Gatos, perros, murciélagos, golondrinas, son la fauna del barrio (fauna del Madrid perdido: los burros de los botijeros, que iban desde Andújar hasta el norte: se le ha visto en Helsinki. Caballos percherones, que llevaban la histórica leche de la granja Poch.”
En “El niño republicano” de Eduardo Haro Tecglen

Sobre Manuel y Antonio Machado


¡Oh, qué días de fiebre lírica los de aquella primavera! [C. 1900] Conocía en casa de Villaespesa cada tarde algún nuevo poeta, consagrado por el cenáculo: los dos Machado, Manuel y Antonio, que venían de París, donde habían vivido unos años haciendo traducciones para la Casa Garnier, y he tenido ocasión de conocer allí a Gómez Carrillo y Rubén Darío y compartir la bohemia literaria de los decadentes franceses. Eran sevillanos como yo, recordaban el apellido de mi familia y me acogieron con toda simpatía. Manuel, efusivo, ligero, chispeante, andaluz pizpireto; Antonio, serio, ensimismado, meditabundo, lacónico como un espartano, descuidado en su atuendo, con manchas de ceniza y alcohol en su traje viejo y raído. ¡Qué contraste entre los dos hermanos! Manolo, decidor, dicharachero, marchoso, de una elegancia aflamencada y de una movilidad de pájaro; Antonio, grave, silencioso, lento, arrastrando los pasos como una cadena: el hombre que siempre se queda atrás… Tanto daba la impresión de la cadena, que Villaespesa les hacía creer a los novatos que el poeta de soledades había estado en presidio como Dostoyevski, y Antonio, en silencio, asentía.


de "La novela de un literato" por Rafael Cansinos Assens

Gabriel García Márquez había de recordar

Gabriel García Márquez había de recordar la tarde remota en que su abuelo, el coronel Márquez Mejía (El coronel no tiene quien le escriba), le puso en su regazo un diccionario y le dijo: "Este libro no sólo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se equivoca." "¿Cuántas palabras tiene?", le preguntó el niño. "Todas"

¡La abolición de la ortografía!

Para escándalo de las academias de la lengua, La Real Academia Española y las correspondientes en América, reunidas en Zacatecas, Gabriel García Márquez,-como un amo y señor de "la eternidad de España en el idioma"- se pronunció por ¡la abolición de la ortografía! El desplante era la victoria final del radicalismo liberal colombiano frente a la hegemonía de los gramáticos y latinistas conservadores.

de Yasmin Levy

"A la música sefardí le falta acción. Se canta como una nana, con mucho amor y muy bonito, pero suena muy frágil. Es un cante de cabeza, como la ópera, y yo quería cantar de pecho, como los flamencos. Ha sido como comer pan toda tu vida y un día descubres el jamón. En el flamenco he encontrado pasión y fuego, y poder cantar como una loca. He hecho todo lo posible para destruir mi voz y sonar como una cantaora".
Yasmin Levy en Babelia 17.10.09. entrevistada por Amelia Castilla

Vidas de poetas

Ya en la calle, Manuel Machado, me explicó:
- El coronel es el suegro de Paco (Villaespesa), un hombre que odia la poesía y, sobre todo a Paco..., que es una haragán, que no quiere hacer nada más que versos y vive sobre sus costillas... Y el hombre, el coronel, tiene razón..., porque en esta vida hay que ser algo más que poeta... Leconte de Lisle era bibliotecario... Paco está haciendo desgraciada a la pobre Elisa, y a eso no hay derecho...
"La novela de un literato" de Rafael Cansinos Assens

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